Mucho se ha escrito en estos días sobre la década de la violencia. Pocos han salido en defensa de la estrategia del presidente Calderón que continuó su sucesor. Se entiende. No resulta fácil defender una política que resultó en miles y miles de muertos, en una severísima crisis de derechos humanos, en la extensión territorial del crimen y el mayor de desprestigio del país del que tengamos memoria. El hecho incontrovertible es que somos un país más violento y más bárbaro. Se han planteado, sin embargo, algunos argumentos que valdría considerar.
El primer argumento es el de que "algo se tenía que hacer." La política se defiende en esos términos por ser acción, por mostrar determinación y valentía. Tal vez el argumento pudo ser persuasivo en algún momento porque parecía, en efecto, una decisión audaz que terminaba con la indolencia del antecesor. Por lo menos Calderón hizo algo, dicen. No se quedó con las manos cruzadas, no escondió la cabeza en la arena. ¿Es aceptable ese argumento? No. La intervención de 2006 terminó con la inacción, pero no contribuyó a la solución del problema. La acción política puede ser también desplante. Impulso irreflexico y contraproducente.
El segundo argumento es que la violencia no ha sido por causa del gobierno sino que se ha dado a pesar de su intervención. El argumento merece atención porque, efectivamente, la simplificación es peligrosa. Un fenómeno como el de la violencia no podría ser explicado con una cadena elemental de causa y efecto. No puede negarse que, en estos diez años, hay registro de intervenciones valiososas. Se trata, por supuesto, de una realidad compleja pero, ¿pueden desentenderse los estrategas de la intervención de los efectos no deseados de su decisión? La complejidad de un fenómeno social no exime a nadie de responsabilidades públicas. La intervención militar puso el acento en la cacería y exhibición de los grandes capos. Durante años fuimos testigos de ese grotesco espectáculo en el que participaba el mismísmo presidente: pavonear públicamente la eliminación del enemigo. La estrategia implicó también, y desde el principio, la sustitución de las fuerzas locales por las fuerzas federales. El ejército actuó de esa manera como una legión de ocupación. Los soldados acudían al llamado de la emergencia y abandonaban la plaza cuando la emergencia aparecía en otros lares.
La estrategia agravó el problema por tres razones: en primer término la cacería que tanto presumía el gobierno multiplicaba la violencia. Eliminado el capo, se desataba la lucha por el dominio de la organización. En segundo lugar, la comunicación del gobierno buscaba prestigiar al cazador, pero contribuía a la leyenda de los malvados. Les ofreció micrófono y pantalla. Los convirtió en modelo de éxito y aventura. Lo más grave fue el olvido del Estado. Bien vista, la crisis de seguridad era oportunidad para construir el orden legal que nunca hemos logrado. No se apreció esa dimensión histórica. Si en 2006 hubiéramos empezado por ahí, por la discreta construcción de capacidades estatales, tendríamos hoy un panorama muy distinto. Pero se creyó que el orden podría recuperarse por la vía militar, sin advertir que no hay atajos para la edificación del Estado.
Tiene razón Guillermo Valdés al advertir que el problema de la violencia es complejo y que no ayudan las simplificaciones en que caemos muchos críticos. Sin embargo, la complejidad finalmente ha de compactarse para hacer el juicio cívico elemental: ¿contribuyó aquella estrategia a la paz y a la tranquilidad? ¿Se aprovechó aquella crisis para darle a México un orden institucional más confiable, con policías, investigadores, jueces más competentes? Me temo que no hay forma de responder afirmativamente a esas preguntas. El gobierno no inventó el problema, lo agravó. No aprovechó la crisis de violencia para reconstruir las instituciones de seguridad. Perdimos diez años y por eso estamos discutiendo hoy la dictadura. El Congreso discute las reglas del estado de excepción porque no hemos construido las bases de la estabilidad. Si alguien necesita una muestra de nuestro fracaso, ahí la tiene.