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El fracaso de la militarización contra la inseguridad

JESÚS CANTÚ

Aunque en el pasado las incursiones de los militares en el combate a la delincuencia organizada no habían sido muy afortunadas, como sucedió en el caso de la denominada "Operación Cóndor" en los setenta; en diciembre de 2006, a unos días de haber asumido la Presidencia de la República, Felipe Calderón decidió nuevamente involucrarlos en dicho combate, al enviarlos a Michoacán a intentar acabar con la inseguridad, con los malos resultados hoy de sobra conocidos.

A partir de ese momento los militares han ganado más espacios en las distintas instancias de seguridad y ya no únicamente para combatir a la delincuencia organizada, sino en gran medida para tratar de frenar la delincuencia común. Y, en estos momentos, ya son muchos los militares que ocupan direcciones de las secretarías estatales y municipales de Seguridad Pública y/o en las mismas policías.

Los antecedentes mostraban que el involucramiento de los militares en tareas de seguridad pública, para las que no están preparadas, aumentaba las violaciones de derechos humanos, tanto en contra de presuntos delincuentes como en contra de la población civil totalmente ajena a los grupos delincuenciales; pero también dejaban claro que no eran inmunes a la corrupción y, por lo tanto, también caían en sus redes.

Si la intervención del Ejército y la Marina era cuestionable como recurso de emergencia para combatir el crimen organizado, precisamente porque era previsible que se multiplicarían los que el mismo Calderón bautizó como "daños colaterales"; el convertir dicha participación en política permanente y extenderlo al combate a la delincuencia común debe ser motivo de máxima alerta, pues las consecuencias pueden ser todavía peores.

En esta ocasión su intervención se ha extendido en el tiempo, las funciones y el grado de su participación. Después de casi una década de involucramiento directo se han creado cuerpos policíacos prácticamente a partir de efectivos militares y se no hay entidad de la república mexicana donde los militares no ocupen cargos directivos de las fuerzas policiacas.

El gobierno mexicano, al menos, durante los últimos 2 sexenios pretende combatir la inseguridad simplemente con el uso de la fuerza pública y con un mínimo de labor de inteligencia. Y, desde luego, la ausencia de una política integral (aunque los dos gobiernos han argumentado que lo han hecho) que permita combatir las deficiencias estructurales que propician la expansión de las distintas actividades delictivas.

Pero la ausencia de inteligencia se hace todavía más evidente cuando se pretende utilizar la misma receta (aunque ni siquiera en el caso de la delincuencia organizada haya dado buenos resultados, como no sea el número de capos detenidos o abatidos) para combatir los dos tipos de delincuencia, cuyo origen y consecuencias son muy distintos y, por lo tanto, deben enfrentarse con estrategias muy diferentes.

El descabezamiento de los distintos grupos de la delincuencia organizada tuvo dos efectos, como señala la académica Beatriz Magaloni: uno, el inmediato con incremento de la violencia que genera la disputa por las plazas y el poder, tanto entre los integrantes del mismo grupo como contra otros grupos, que pretenden aprovechar la debilidad coyuntural; y, dos, el de mediano y largo plazo, en el que un número importante de integrantes de estos grupos abandonan sus filas, pero no la actividad delictiva, simplemente cambian de giro.

El primer efecto fue el que se vivió de manera muy severa durante el sexenio de Calderón, lo cual era lógico y hasta previsible (aunque las autoridades parece que no lo previeron o no se prepararon para ello); y es el que hoy se vive en diversos estados del país, entre los que destacan Guerrero, Michoacán, Tamaulipas y Sinaloa; pero que puede extenderse (o regresar) a otras entidades, como efecto de la concentración de fuerzas armadas en las zonas más impactadas. Aunque las manifestaciones más grotescas de estas luchas han aminorado, pues han disminuido sensiblemente los colgados en los puentes o las cabezas de los ejecutados en lugares públicos, la violencia e inseguridad siguen presentes.

El segundo efecto es el que hoy se vive en gran parte del país y que se manifiesta en los índices delictivos oficiales y de organizaciones de la sociedad civil. Esta consecuencia de mediano y largo plazo es la que provoca que en el primer semestre de este año los índices delictivos se dispararan nuevamente a los niveles de 2010 y 2011. Ante el crecimiento de esta delincuencia casi todos los gobiernos reaccionan solicitando el auxilio de militares y marinos, sea para que se incorporen a labores de patrullaje o para colocarlos en los puestos de mando o, incluso, en la creación de policías militares.

Más allá de que la estrategia no es la adecuada para atender esta problemática, en el futuro próximo veremos que en realidad provoca más daños que beneficios, pues los abusos, excesos y violaciones de derechos humanos en contra de inocentes se multiplicarán.

Ni el gobierno federal ni los gobiernos estatales han aprovechado esta década de militarización del combate a la inseguridad para promover la creación de cuerpos policíacos civiles que permitan garantizar la seguridad ciudadana y, brinden el espacio y el soporte suficiente, que permita diseñar e implementar una estrategia integral que atienda los problemas estructurales que son el caldo de cultivo para la violencia y la actividad criminal.

La estrategia de militarización, eventualmente, permitirá mitigar temporalmente algunas de las manifestaciones más grotescas de la creciente inseguridad, pero en el mediano y largo plazo generará más consecuencias negativas que positivas.

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