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El imitador de sí mismo

JUAN VILLORO

En la Argentina de los años sesenta, un grupo de amigos se dedicaba a la fonomímica, que es lo contrario al karaoke: ponían un disco y simulaban cantar con vistosos ademanes. La voz preferida era la de Elvis y el mejor de los mimos Roberto Sánchez. Un día el tocadiscos se descompuso y el histrión cantó por su cuenta, con pasión descomunal. Había nacido Sandro de América.

Algunos años después, en el cabaret Noa Noa de Ciudad Juárez, Alberto Aguilera Valadez ofrecía un vasto rango de imitaciones, de María Félix a Sandro, El Gitano, su modelo esencial. La desmesurada teatralidad del argentino que declamaba "yo te amo" en su éxito continental, Por ese palpitar, se fundaba en un hecho insólito: de tanto copiar a los demás, creó a su propio personaje, un "doble" que podía salir a escena de esmoquin o en una piyama de su invención, sedosamente lujuriosa, para sufrir los estertores del amor no correspondido. Sandro se liberó de sus simulacros convirtiéndose en el inagotable imitador de sí mismo. Al respecto, escribe el sociólogo argentino Horacio González: "El simulador es quien le dice al mundo que la vida es triste y todos podemos ser actores imaginándonos tener otra vida".

Lo mismo ocurrió con Alberto Aguilera, que pasó de las imitaciones a la creación de la más sorprendente figura de la música popular mexicana: Juan Gabriel. Si Sandro era el novio excesivo ("¡Ahí viene el frenético!", exclamaban sus seguidoras, conocidas como "las nenas"), Juanga fue el novio imposible. Las mujeres podían cortejarlo sin recato porque sabían que no les haría caso y los hombres mostraban ante él la jotería esencial del machismo mexicano: "¡Dejo a mi esposa y te pongo departamento!", le gritaban desde la enfebrecida galería.

Ambos alzaron un muro para proteger su vida privada, nimbada de misterios; padecieron enfermedades que parecían el peaje de su intensa sensibilidad, y murieron casi de la misma edad (Sandro a los 64, Juanga a los 66).

"Sandro es el doble sentido permanente", escribe González. Estamos ante el galán que convierte la confesión íntima ("si ya es mío tu trigal") en un código aceptado por la clase media. Juan Gabriel, por su parte, es un maestro simultáneo de la ambigüedad erótica y el descaro que no teme decir su nombre: "te quise mucho, cuánto te quise, que hoy al que amo contigo tiene un parecido, pero distintos en sentimientos" (la última palabra permite todas las comparaciones que sugieren el despecho o la nostalgia).

La incontenible seducción escénica de Juanga se apoyó en cerca de mil quinientas composiciones, enciclopedia del eclecticismo musical. Creador de la balada ranchera, llegó a componer rumbas tex-mex que también eran cumbias con mariachi de discoteca. Ninguna mezcla le fue ajena.

Quienes lo seguimos por palenques, plazas de toros y el concierto en Bellas Artes de 1990, con orquesta sinfónica, pudimos ser testigos de un momento excepcional en el centro nocturno Premier, hace unos treinta años. Juanga salió al escenario acompañado de un pianista. Detrás de él, caía un espeso telón. Con voz de humilde amabilidad, anunció que estaba dispuesto a cantar lo que le pidieran, a condición de que no fuera suyo. "Es la noche de las complacencias", dijo, y agregó que deseaba pagar tributo a los "maestros maravillosos" que lo habían precedido. A solicitud del público, durante hora y media el Divo de Juárez cantó a Álvaro Carrillo, Guty Cárdenas, Consuelito Velázquez, Armando Manzanero, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y los otros. El público se sorprendió de esa muestra de generosidad y del vasto dominio del repertorio. El gran imitador del Noa Noa estaba ante nosotros. Sin embargo, poco a poco cristalizó una inquietud: ¿era ése el cantante que queríamos ver? Una voz resumió los anhelos colectivos: "Canta una tuya". Juanga insistió en rendir tributo a sus mayores, lo cual acrecentó la tensión y la gente comenzó a gritar: "¡No queremos a Lara, no queremos a José Alfredo!", la pasión por los ídolos históricos se había transformado en repudio: "¡Te queremos a ti!".

Con infinita coquetería, dueño del sentimiento ajeno, Juanga dijo: "Gracias por esperar". El telón se abrió para descubrir a un mariachi que interpretaba Se me olvidó otra vez, y Juan Gabriel volvió a ser el cantante que conquistó su libertad transformándose en el inconmensurable imitador de sí mismo.

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