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El piloto

JUAN VILLORO

La Navidad es como los espejos de las ferias: agranda o disminuye a las personas. Unos celebran con un optimismo digno de mejor causa y otros caen en la depresión más extrema. Para mi amigo Chacho, no hay actividad que no merezca acabar de manera grandiosa. Es el padrino ideal para fiestas de graduación; la sola idea de que algo concluya lo convence de que todo mundo sacó buenas calificaciones. En cambio, Frank dedica el año a reforzar su escepticismo; cuando llegan las posadas ya tiene suficientes motivos para intuir el Apocalipsis. Si dudas acerca de casarte por tercera vez, Chacho te recomendará que salgas corriendo al juzgado en lo que él contrata a un DJ. Fiel a sí mismo, Frank te mirará de arriba abajo y dirá como el más lúgubre de los oráculos: "Si no tienes presente, ¿cómo quieres tener futuro?".

Consulto a estos amigos en busca de entusiasmo o catastrofismo y he tratado de mantenerme en un punto equidistante a sus polarizadas visiones del mundo. De acuerdo con Chacho, eso demuestra que soy Libra, signo que se define por la búsqueda del inalcanzable equilibrio y no siempre se deja arrebatar por los estimulantes ímpetus de Sagitario, que gobierna a mi febril amigo. De acuerdo con Frank, asociar mis indecisiones con la astrología es una pérdida de tiempo: "Los astros no tienen la culpa de que seas así", afirma con molesta racionalidad. De nada sirve recordarle que actúa como un clásico Virgo.

Mañana celebraremos Navidad en casa. Chacho traerá viandas a la altura de sus ilusiones y Frank contundentes peladillas. Ellos serán los imprescindibles polos de la reunión, la garantía de que, si Dios no aparece en la cena, al menos lo hará Gramsci, combinando "el pesimismo de la inteligencia" con el "optimismo de la voluntad".

Con los años, la Navidad se convierte en la suma de esperanzas y decepciones de los festejos anteriores. En el Colegio Alemán celebrábamos los maravillosos ritos paganos que Europa del norte trató de suavizar con símbolos del cristianismo. Horneábamos galletas de jengibre esperando que quedaran suficientemente duras para romperle el diente a un maestro y un buen día, el árbol de Navidad, que no tenía focos sino velas encendidas, ardió en fabulosas llamas ejemplares.

Mis padres venían de familias católicas donde los Reyes Magos tenían prioridad sobre Santa Claus, pero se alejaron de esas costumbres y luego se alejaron entre sí. La familia se disminuyó hasta el 24 de diciembre en que mi madre y yo nos encontramos en León, Guanajuato. Con el heroísmo de los náufragos, decidimos actuar como si la Navidad no existiera. Cenamos en un Vips, ante una mesera que odiaba estar ahí y dos solitarios de verdad, que ya habían superado la necesidad de compañía.

Alguna vez el destino me llevó a pasar la Nochebuena en Nueva York, en casa de la violinista rusa Nina Beilina. Con inmensa amabilidad, ella ofreció una cena que calificó de "heterodoxa". Era judía y temía no satisfacer nuestras expectativas rituales. Afuera caía la nieve, adentro había vodka. Nina fumaba sin cesar mientras contaba historias de cosacos y compositores. A las dos de la mañana éramos rusos; a tal grado, que uno de nosotros decidió regresar caminando al hotel, como si hubiera crecido en las estepas.

La situación más teatral de un 24 tuvo que ver con mi hija. A los ocho años logró engañarme de que seguía creyendo en Santa Claus. Lo describió de tal manera que me identifiqué con él. "¿No te parece necesario?", preguntó. Volví a creer en Santa Claus.

Pero ninguna experiencia prepara para la Navidad en turno. Hace tres años que no era anfitrión de la cena. Por suerte, el Nacimiento y los adornos del árbol seguían en la covacha, protegidos por plateadas telarañas. La decepción llegó con los foquitos. Las series se encendieron y se apagaron de inmediato, como un mal presagio. Un electricista me explicó el enigma. Cada serie tiene un foco especial: el piloto. Si se funde, los demás se apagan.

En las noches sin estrellas de las ciudades es difícil recuperar el misterio de la bóveda celeste. Los fantasmas y la espiritualidad han disminuido con la luz eléctrica. Sin embargo, incluso la tecnología es metafórica. El piloto de la serie no es Dios. Es un pequeño foco. No sé cómo funciona, pero moralmente resulta admirable. Gracias a él, los otros brillan.

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