La guerra del y contra el terrorismo yihadista ha tomado la forma de un guión altamente predecible. Al Qaeda o el Estado Islámico, los dos grupos radicales islamistas más activos actualmente, atacan objetivos civiles en Occidente, Medio Oriente y África causando la muerte de decenas de personas y heridas a otras tantas. Luego viene la reacción de Occidente: redadas en ciudades para dar con los responsables y bombardeos a objetivos de los grupos extremistas en los territorios en donde tienen su principal asiento. Después de esta vertiginosa dinámica en donde los mandatarios y la sociedad civil expresan sus condenas contra los atentados y su solidaridad para con los familiares de las víctimas, la situación parece caer en un impasse… hasta que se registra un nuevo ataque. Y todo vuelve a empezar. Evidentemente algo anda mal con la estrategia seguida hasta ahora para frenar el terrorismo.
Los atentados recientes en Bruselas, Bélgica, que dejaron 31 muertos y tres centenares de heridos, muestran con toda claridad las nulas o fallidas medidas de prevención aplicadas. Bruselas es la capital política de Europa, en ella tienen su sede las principales instituciones de la Unión Europea; en consecuencia, debería contar con la mejor estructura de seguridad e inteligencia. Los ataques a una estación del metro y al principal aeropuerto de Bélgica ocurrieron cuatro días después de la detención en territorio belga de Salah Abdeslam, cerebro de los atentados de París, 130 días después de estos últimos que dejaron 131 muertos, y, sobre todo, a pesar que desde noviembre de 2015 se sabía que el Estado Islámico los estaba preparando. Además, ha quedado confirmado el vínculo entre los atacantes de París con los de Bruselas, ciudad en donde se encuentra uno de los barrios con población musulmana más radicalizada. Las autoridades belgas sabían que el golpe se iba a dar y no pudieron hacer nada para impedirlo.
En respuesta a estos nuevos ataques, y siguiendo el guión descrito al inicio, el primer ministro belga Charles Michel ordenó el envío de aviones-caza a Siria e Irak para bombardear objetivos del Estado Islámico. Por su parte, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Ashton Carter, anunció la eliminación de varios mandos del grupo terrorista, entre ellos Al Qaduli, considerado el “número dos” en la organización. No obstante, casi al mismo tiempo que se daban a conocer estas noticias, un ataque suicida provocó la muerte de 26 personas y heridas a otras 90 en un campo de futbol a 50 kilómetros de Bagdad. También, 17 personas murieron a causa de tres atentados suicidas a un cuartel y dos puestos de control en una ciudad al sur de Yemen. Ambos hechos fueron reivindicados por ramas del Estado Islámico, en una actitud de franco desafío hacia la comunidad internacional y mostrando su capacidad de operación pese a persecuciones y bombardeos. Por si fuera poco, un ataque suicida en una plaza de Lahore, al este de Pakistán, dejó ayer domingo por lo menos 69 víctimas mortales.
Frente a este ciclo imparable de terror, resulta lógico pensar que si Occidente en verdad quiere romper el círculo debe modificar su estrategia contra el yihadismo. Está confirmado que reaccionar con violencia indiscriminada y xenofobia a los ataques sólo alimenta los “argumentos” de odio del que se valen el Estado Islámico y Al Qaeda para adoctrinar y reclutar más jóvenes marginados en Medio Oriente y Occidente. La solución pasa, entonces, por otras medidas más complejas, pero necesarias. Fortalecer los aparatos de inteligencia y mejorar la coordinación y cooperación internacional. Cortar las fuentes de financiamiento de los grupos extremistas, muchas con raíces en países de la zona, como Turquía y Arabia Saudita, situación denunciada por Rusia e ignorada por Occidente. Integrar a las comunidades musulmanas de Europa y Estados Unidos en sus democracias liberales. Y apoyar y fortalecer regímenes de gobierno estables en los países en donde las organizaciones terroristas tienen sus principales bastiones. No será fácil, pero es lo que se tiene que hacer. De lo contrario, lo único que queda es esperar que ocurra el próximo atentado y todas sus consecuencias. Como Sísifo llevando la piedra a la cima, sólo para verla caer de nuevo.