Si a la administración nada le dijeron las alertas que reiteradamente recibió, una y otra vez, advirtiendo la descomposición nacional, no puede ahora ignorar la emergencia frente a la cual se encuentra.
A la manifiesta descompostura política y social interna se agrega el efecto devastador que puede provocar la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. Tal efecto podría vulnerar el pivote restante de la administración: el económico financiero. Insistir en la política del aquí, no pasa nada, aplicar mertiolate a la situación, repartir uno que otro caramelo y creer que con eso basta para salir del atolladero, es tanto como arrastrar al país, otra vez, a la crisis de crisis sufrida en 1994.
Dejar al garete las condiciones que condujeron a aquel año terrible, en vez de intervenir y conjurarlas, resulta inaceptable. Es voluntad y decisión de la administración venerar a Carlos Salinas, pero tal obsesión no puede llevarlo a repetir el peor error de aquel personaje: ni ver, ni oír.
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Rebasada por el crimen y confrontada con el sector empresarial, sindical, eclesial y social a partir del entendimiento y práctica de la política como un ejercicio de fuerza, venganza o revancha, la administración no acaba de caer en cuenta de su falta de soporte.
La alianza tripartita que, al inicio del mandato, parecía amparar sus pretensiones y convertir el acuerdo cupular en la delicia de tomar decisiones sin necesidad de consultarlas o someterlas a debate, hoy se encuentra fracturada. El perredismo se divierte -en la doble acepción de la palabra- en su propio laberinto y el priismo se pregunta entre dientes el sentido de reponer al presidente de la República como el jefe nato del tricolor, cuando éste carece de liderazgo político y aceptación social. Mientras, los cuadros "distinguidos" del panismo hacen del porcentaje de su simpatía electoral la doctrina de su compostura.
Los partidos en el poder y en la oposición no sostienen más a la administración, no le dan impulso, resistencia, balance ni equilibrio y tampoco sirven de instrumento a la ciudadanía para participar y canalizar su malestar. De ahí, el surgimiento de movimientos y protestas sociales desarticulados e, incluso, confrontados que un día bloquean al país, otro descarrilan la estabilidad y uno más colocan a la administración al centro del fuego cruzado. Sin canales de participación efectivos, a los sectores activos de la sociedad se les orilló a masticar y tragar su rabia o, bien, a radicalizar su malestar en la acción directa.
La neutralización de la oposición leal, la nulidad del partido tricolor, el crecimiento del movimiento que es y no partido de Andrés Manuel López Obrador, así como la reducción de la democracia a un simple y sucio ejercicio electoral -que, por lo visto, satisface a más de un intelectual- le quitan los cimientos a la administración.
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Sin ese soporte, la práctica minimalista de la política ha sido un desastre.
Esa práctica redujo la instrumentación de las reformas a una imposición y un fraude; a la Secretaría de Gobernación, a una gendarmería emboscada en mangas de camisa; a Relaciones Exteriores, a un inútil laboratorio de imágenes insostenibles; a Hacienda, a un taller de recorte y recaudación; a la Función Pública, a la representación de un comediante sin chiste; a Comunicaciones y Transportes, a la ventanilla pública de los negocios privados; a la Defensa y la Marina, a cuerpo de bomberos satanizado...; al gabinete, a un aparador de secretarios atenazados por los subsecretarios-cuña; y al Legislativo, a una costosa extensión del Ejecutivo.
Sin partidos y sin una política establecida, la idea de gobierno es una sombra.
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A ese cuadro se agrega un nuevo y delicado ingrediente. El propio equipo del mandatario, el gabinete, perdió disciplina e, inserto en el juego sucesorio, se realinea a partir de las posibilidades de los colegas mejor colocados. No responde ya a la voz del amo.
Los lamentables sucesos de Nochixtlán, la reaparición de la violencia oficial, así como la decisión de Gran Bretaña de romper con la Unión Europea no constituyeron un llamado a cerrar filas, sino a integrar grupos y, ver en el enredo, la oportunidad de eliminar al adversario interno y desarrollar las posibilidades propias.
Hasta el absurdo ha encontrado espacio en la circunstancia. El secretario de Educación destinado a dialogar con los maestros asegura no tener nada que decir, el secretario de Gobernación involucrado en los hechos de Nochixtlán trae un buen sabor de boca después de la plática con éstos, y el secretario de Hacienda, afectado por el desvelo de esperar el resultado del referéndum en Gran Bretaña, aplacó la turbulencia con un tijeretazo.
El equipo presidencial juega no a apoyar a su jefe actual, sino al siguiente... siempre y cuando el casero electoral no los eche de Los P inos.
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Si en ocasiones anteriores el jefe del Ejecutivo no tomó el timón y menos dio el golpe, es difícil pensar de nuevo en esa posibilidad. Sin embargo, esta vez el cuadro advierte una emergencia nacional que exige actuar con prontitud y sin titubeos.
La situación demanda integrar otro gabinete ya no con cuñas y amigos, sino uno de emergencia nacional con quienes se necesitan, pueden y quieren. Una serie de acciones contundentes contra la corrupción, no un nuevo paquete de transas y promesas. Una revisión en serio del alcance de las reformas. Una muy cuidadosa selección de la próxima camada de magistrados que arbitrarán la elección presidencial. Un diálogo y un acercamiento con la gente que conjure el desencuentro nacional.
Puede la administración venerar a Carlos Salinas, allá ella, pero no repetir el error de 1994.
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