En democracia la gente elige y no siempre lo hace por aquello que consideramos bueno.
En democracia los ciudadanos votan y en ocasiones se decide por un candidato o partido que no es de nuestra preferencia.
En democracia las personas demandan derechos, algunos de los cuales nos parecerán absurdos y hasta antinaturales.
En democracia la ciudadanía se manifiesta y a veces lo hace en contra de nuestras propias opiniones o convicciones.
Sí, en democracia la población se equivocará en más de una ocasión al elegir, votar, demandar y manifestar. Ese es el "riesgo" de ese sistema político. Pero, al mismo tiempo, es su fortaleza. Porque esta democracia, la sembrada en la participación ciudadana, siempre ofrece la posibilidad de enmendar la página.
De manera muy lamentable, hay quienes se amargan la vida porque los demás no hicieron lo que a ellos les hubiera gustado. Otros, incluso, llegan a suponer que quienes difieren de sus preferencias están por necesidad equivocados, porque no son capaces de ver lo que ellos sí; porque no tienen la sabiduría que ellos sí poseen; porque los otros son necesariamente idiotas al no compartir las mismas creencias.
Para los poseedores de la verdad absoluta, no existe la posibilidad de dialogar. El otro está equivocado y punto. Las razones de los demás, son siempre sinrazones. Y la esperanza, la única salvación, se encuentra siempre de su lado.
A la larga, esos demócratas de conveniencia terminan quedándose solos. Ellos mismos alejan a los demás, porque sólo aceptan en su pequeño mundo a quienes coinciden plenamente con sus puntos de vista. Y en lugar de escuchar al que no piensa o actúa de la manera que ellos consideran la adecuada, descalifican, insultan y rechazan toda posibilidad de acercamiento.
México vive una democracia de ficción. Pero no, no sólo es porque los partidos políticos o las instituciones no cumplan con su papel. Es también debido a que, en general, carecemos todos de una profunda cultura democrática, en la que no se intente anular al otro sino comprenderlo.
No se trata de no pretender cambiar a los demás. A la democracia le es vital cada intento por convencer al otro. Pero ese ejercicio no puede surgir del irrespeto por las diferencias. Al contrario, tiene que estar parado en la apertura; es decir, en la firme convicción de que tal vez, en el esfuerzo por convencer, termine yo cambiando mis propias convicciones.
En democracia hay que aprender a perder porque tal vez, la victoria del otro, sea lo mejor que nos pueda suceder.