Jesús -Chuy-, de 19 años; Armando, de 18; yo, de 12 años, y José Antonio -Pepe- de 11. Éramos un equipo bien organizado; al primero de los mencionados, mi hermano, lo considerábamos jefe del grupo, por su mayor edad y su experiencia...
Los otros dos, mis primos, y quien esto escribe, éramos sus asistentes, sus auxiliares. Eventualmente, se nos unía Perico, buen amigo de Chuy.
El 31 de octubre y los días 1º y 2 de noviembre, y esto lo hicimos durante varios años, nos preparábamos con anticipación para ir en las fechas mencionadas a los cementerios de la Ciudad, estoy hablando de Gómez Palacio, a realizar labores de remozamiento en cruces, lápidas y tumbas, ofreciendo nuestros modestos servicios a las personas que como deudos de los difuntos que ahí descansaban, asistían al panteón a llevar ofrendas a sus familiares ya idos, servicios que por una pequeña cuota, ofrecíamos precisamente al grito de ¡el pintor!, ¡el aguador!, ¡el levantador!. . .
Esta actividad la realizábamos como forma de obtener ingresos para adquirir algún material escolar o deportivo que necesitáramos, o los uniformes para participar con nuestra escuela en el Desfile Deportivo del 20 de Noviembre, que ya se aproximaba, sin tener que acudir a la familia, evitándole una carga que nosotros podíamos soportar arreglando tumbas y pintando cruces. Y preparábamos anticipadamente el material que necesitaríamos para cumplir con esta labor. Con el producto de los ahorros que estuvimos haciendo en los meses previos, acudíamos a "Las Dos Naciones" o a "La Palma", que eran las dos tlapalerías y ferreterías de la época, lamentablemente ambas desaparecidas, acudíamos digo, a comprar pintura blanca, amarilla, roja, verde, azul, negra, las más solicitadas por los posibles clientes, un botecito de litro de cada color, así como polvo de aluminio para el retoque de las letras de lápidas y cruces, "aguarrás" y estopa; material que poníamos en un cajón de madera de confección casera, gracias al ingenio de Chuy, para facilitar la carga y su traslado de una tumba a otra, y también a adquirir brochas de diferentes medidas, y pinceles para el dibujo de las letras.
Nos proveíamos, asimismo, de pala y azadón, para levantar la tierra de las tumbas, y también de manguera y cubeta para acercar el agua y regar flores, de floreros y jardineras que tenían las tumbas. ¡Y a "chambiar"! Cubriendo una jornada que iniciaba entre siete y ocho de la mañana para terminar ya entrada la noche; a media jornada, un suspenso para comer, dando cuenta de los sabrosos "lonches" en pan "francés" de huevo con chorizo y de frijoles con queso, preparados amorosamente por nuestra madre, doña Graciela; y llegar a casa contentos y satisfechos de haber ganado algunos pesos que compartiríamos con la familia. Era la década de 1950. ¡Así aprendimos a trabajar!.
Esta época que para muchos es triste y deprimente por la pena que genera el recuerdo de los que ya se fueron, nosotros la vivíamos con alegría y optimismo. Cada año, el Día de Muertos, que coincidía con el cumpleaños de mi mamá, nosotros, bajo la dirección de Chuy, lo convertíamos en una fecha de trabajo, de esfuerzo, de solidaridad, disfrutando del viento ya frío de noviembre y de las cañas de azúcar que ¡cómo nos costaba trabajo pelar!, pero muy dulces y sabrosas. Esto lo llevamos a cabo por espacio de cinco años, o quizás más. . .
En diversa etapa de la vida, ya en 1960, fue otra la actividad que realicé en estas fechas; actividad igualmente satisfactoria y estimulante: don José Medina Montalvo, papá de mi amigo Pepe Medina Acuña, quien lamentablemente falleció después de prolongada y penosa enfermedad, y al que recuerdo con afecto y respeto, tenía un camión -o dos, no recuerdo bien- en el servicio de Circunvalación, y para estos días de octubre y noviembre, con permiso de la autoridad municipal y de los dirigentes del propio gremio transportista, realizaba un servicio especial que cubría una ruta temporal que iba del Mercado José Ramón Valdés a los panteones municipales, saturándose el camión en cada viaje con las personas que compraban flores en el mercado, las subían al camión y las llevaban a la tumba de sus deudos.
Don José comisionó a Pepe para que se encargara del cobro del boleto de viaje por transportar a la gente del mercado al panteón, pues no quería que el chofer atendiera esta función. Y Pepe me invitó a participar en tal tarea, lo que acepté con mucho gusto; ¡al panteoooón! era nuestro grito de trabajo, ubicados en los estribos del camión, dándome por el desempeño de esta labor una decorosa y útil remuneración con la que yo estaba conforme. ¡Tres días de trabajo con jornadas que daban inicio a las siete de la mañana, y concluían a las nueve de la noche, cuando ya habían regresado del panteón las últimas personas que salieron del mercado!
Transportando a las personas, oyéndolas platicar en el trayecto a bordo del autobús, permitía darnos cuenta entonces a pesar de nuestra edad, de la importancia que para los mexicanos tiene la festividad del Día de Muertos; comprender el enorme significado de la tradición, que es folklore, rito y religión; danza y comida; muerte y vida, así en ese orden, porque el mexicano le rinde culto a la muerte, no se oculta ni le teme.
Hoy podemos decir que este sentimiento lo expresa en la literatura, especialmente en la poesía, pero también en el cine -abundan las películas de la época de oro del cine mexicano, en las que la muerte es el personaje central, o el tema del filme gira alrededor de ella, Macario, para poner un ejemplo-; las "calaveras" sobre personajes del mundo político, deportivo y artístico describen lo que los mexicanos sentimos por la muerte y como la vemos; son famosas en este sentido "Las Calaveras de Posada" (José Guadalupe).
E igualmente, el sentir se manifiesta en la pintura, en la escultura, pero sobre todo en la música, en la canción folklórica y popular, en el canto recio y bravío que llega y trasciende a todas las capas sociales, en donde ricos y pobres, patrones y asalariados; católicos y protestantes; priístas, panistas, perredistas y apartidistas; mexicanos del norte y del sur; del pacífico y del golfo; de la huasteca y de la montaña; de la costa y del desierto como somos los laguneros, cantamos con entusiasmo: "El día que yo me muera, que me entierren con la banda. . ."; "Ya muerto, voy a llevarme nomás un puño de tierra. . ."
Y todos al unísono: "Se va la muerte cantando por entre las nopaleras, en qué quedamos pelona, me llevas o no me llevas?; no le temo a la muerte, más le temo a la vida. . .", interpretada por Francisco "Charro" Avitia, Antonio Aguilar, Lola Beltrán y Flor Silvestre, entre otros. El mexicano se tutéa con la muerte, y para demostrar que no le teme, así le habla (albures mexicanos): "Aquí "te jones", porque no hay liebres"; "A mí me la Pérez Prado, con música de Agustín Lara. . ."