Años ha, en la época de Carlos Salinas, un embajador de Estados Unidos refería off the record algo que le llamaba la atención: a la hora de entrar en negociaciones con el gobierno, a veces daban cosas que todavía no se pedían.
Hecho en la escuela de la negociación dura y con ínfulas de Procónsul, el diplomático consideraba que el Departamento de Estado había errado al destacarlo en México. No requería de sus artes para obtener cuanto quería, bastaba sentarse a la mesa para recibir más de lo previsto. El hard-liner se sentía subutilizado.
Si la impronta del salinismo se advierte en más de un proceder de la actual administración, por lo visto, también incluye la práctica de doblar la postura, entregar la plaza sin defenderla y rendirse. Cada vez, es más perceptible. La célebre frase del general Pedro Anaya al defender el convento de Churubusco, "si hubiera parque, no estarían ustedes aquí", se ha trastocado por la de "si hubiera parque, ya lo hubiéramos entregado".
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Esa práctica de entregar sin defender fue evidente durante la visita del papa Francisco.
El Vaticano más de una vez subrayó el carácter pastoral de la gira, pero la administración la elevó sin tener por qué a rango de visita de Estado. Sin mencionar la patética contradicción de establecer, por la mañana, la laicidad del Estado en el Palacio Nacional y recibir, por la tarde, la comunión en la Basílica, hubo otro detalle. Los señalamientos críticos -generales, pero críticos a fin de cuentas- del Pontífice tuvieron por única respuesta la complacencia o el aplauso, cuando no el silencio. Se aceptó con fruición y gozo cuanto Francisco decía, quizá, con la idea de que halago y sumisión evitarían que el invitado radicalizara el tono del discurso. Es mejor un rozón, que una herida.
No ganar, pero no perder popularidad pareció ser la divisa oficial. Recibir con una sonrisa el cuestionamiento, rogando por la crítica benevolente.
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Otra vez donde la administración resolvió practicar la política de brazos caídos y perder la postura fue y es evidente en el caso de los estudiantes desaparecidos en Iguala.
En ese asunto, cuando la solidaridad nacional e internacional con los padres de los normalistas resultó en una presión insoportable, la administración echó al cesto de la basura la averiguación previa que tres meses le tomó realizar y aceptó, a regañadientes pero sumiso, cuanta crítica y exigencia le formularon organismos multilaterales o el grupo de especialistas internacionales. La administración dejó solo al entonces procurador Jesús Murillo Karam hasta llevarlo al sacrificio y, luego, aceptó cuanta condición le impusieron desde fuera.
Renunció por conveniencia o corrección política a indagar a fondo las pistas que apuntaban en dirección de dos exgobernadores de Guerrero en relación con lo sucedido, así como los indicios que advertían probables vínculos de los estudiantes con el crimen. En vez de ir a fondo, optó por neutralizar y atemperar la reacción social y eludir la "verdad verdadera". La administración bajó los brazos, aceptó el derrumbe de "la verdad histórica" que defendía y le apostó y apuesta al tiempo y el olvido.
Dejar hacer y pasar es, ahora, la postura.
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No otra actitud fue la asumida ante el editorial de The New York Times, a principios de año. Mejor no decir nada, callar y aguantar.
Aceptar y recibir la crítica, sin el menor respingo. Nada de defender la postura ni fijar una distinta. Rectificar, mucho menos. Enconcharse, buscar la esquina. Controlar los daños en la medida de lo posible y, algo peor, implorar que el siguiente descalabro desvanezca el anterior. Y, así, flotar sin navegar, nadar de muertito hasta el término de sexenio. Administrar los problemas, el tiempo y la energía para, en el momento indicado, aplicarse a fondo en favor del posible sucesor en Los Pinos. Intentar prevalecer en el poder, aunque no se ejerza. Estar sin ocupar el espacio. Figurar, en lugar de ser.
Entregar, callar, aceptar, recibir, bajar los brazos y doblar las manos.
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Si la noche del 26 de septiembre de 2014 marcó el inicio del despeñadero de la administración, los errores supervenientes su debacle y la adversidad económica la imposibilidad del gobierno, lo que ahora sigue puede colocarla en una situación más complicada. Puede llevarla a un estadio, donde no bastará bajar los brazos y doblar las manos, ansiando que el tiempo dé para, con cierta estabilidad, intentar prevalecer.
En el campo legislativo, electoral, político, económico y financiero, la agenda prevista e imprevista demandan actuar en vez de reaccionar o resignarse, decidir en vez de titubear. En el lenguaje oficial, moverse como proclama la propaganda. Ya ni siquiera se administran los problemas, los problemas administran.
Legalizar el mando único policial sin gobierno, ceder a la presión de los casineros para instalarse a sus anchas y en sus términos, abrir la legislación electoral y, con ello, alentar la contrarreforma que ansían los concesionarios es una aventura.
Una aventura que se emprenderá en mar picado, en el marco de un proceso electoral en doce entidades donde, más allá de la posición política en juego, secretarios de Estado, gobernadores, aspirantes a la candidatura presidencial se juegan el resto en función de sus posibilidades. Una locura.
Una loca aventura que, en el colmo de su complejidad, se emprenderá cuando la adversidad económica golpeará al empleo y el ingreso sin que, por lo visto, se renuncie a la necedad de impulsar proyectos faraónicos, trenes sin destino, asambleas constituyentes con restricciones a la ciudadanía y a la idea de que todo se puede, así no haya recursos. Practicar esa política es algo muy superior a una loca aventura o a un simple riesgo, es un peligro.
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Puede insistir la administración en entregar la plaza sin defenderla, bajar los brazos y doblar las manos, guardar la posición sin corregir la postura, estar en el poder sin ejercerlo. Puede hacerlo, pero no ignorar que ello no garantiza su prevalencia.
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