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Felicidad, sacrificio y poder

JESÚS SILVA-HERZOG

Uno de los regalos más apreciables del proyecto de constitución que presentó Miguel Ángel Mancera es el derecho a la plenitud sexual. Todos los chilangos lo tendremos garantizado. Quien no disfrute íntegramente de su sexualidad tendrá derecho a acudir a los tribunales. El proceso judicial se convertirá en una vía al deleite erótico. ¿Por qué no darle al poder público la autorización para procurar nuestros placeres, para hacerse garante de las delicias más íntimas? Si la constitución que quiere Mancera para la ciudad se mete entre las sábanas es porque no tiene una noción clara de la órbitas que han de separar lo íntimo de lo político; porque en su pedestre republicanismo cree que corresponde a la Ciudad (esa personificación local del Estado) asegurarnos felicidad. Creo que se equivoca. Para eso, como dijo Cornelius Castoriadis no sirve la política.

La ciudad nos quiere buenos. Quiere que subordinemos nuestro proyecto a la causa común. El ciudadano ha terminado por devorar al individuo en esta carta. Me trataré de explicar. A pesar de su larga y simpática lista de derechos, en la filosofía de esta constitución se subordina cada uno de ellos a una causa que bien puede tener desembocadura integrista. Que el catálogo de deberes del proyecto sea breve no quiere decir que sea inofensivo. Los deberes cívicos se colocan por encima de los derechos individuales. Así lo establece el artículo 28 del proyecto. Son los individuos, que irremediablemente tienen una perspectiva propia, un interés particular, una visión subjetiva del mundo, de la ciudad, de su barrio, de su familia, de sí mismos, quienes han de encargarse de promover el interés público y de hacerlo, incluso, por encima del propio.

Hay que ver esa disposición con lupa. Es deber de cualquier habitante de la Ciudad, de acuerdo a la fracción V de ese artículo 28 el "promover la defensa del interés público por encima del interés particular." Esa es, según el proyecto, una obligación de los particulares. No tendría mérito, por lo tanto, la defensa de los derechos de una parte que tuviera como consecuencia una afectación colectiva. El problema es imponer a los privados el deber de actuar como agentes del interés público. El proyecto aspira a la renuncia de las parcialidades. Recuérdese, por supuesto, que no estamos hablando del catecismo sino de un documento jurídico. Las líneas más ominosas de El Contrato social de Rousseau encuentran refugio en el proyecto. El individuo ha de actuar en sociedad como ciudadano, nunca como individuo. A pesar de su cansina retórica garantista, el proyecto concibe al interés particular como despreciable frente al interés público. Se desconoce, pues, la legitimidad de las parcialidades. ¿Queremos en verdad que los sindicatos renuncien a su parcialidad? Lo que se establece aquí es un siniestro principio sacrificial. Rechazando el conflicto de las parcialidades del que no solamente se alimenta el liberalismo sino también el republicanismo clásico, se pretende que los individuos renuncien a su beneficio para alumbrar un interés que difícilmente podrían vislumbrar.

El proyecto se excede en la proclamación de sus deseos; se confunde al concebir los deberes y se equivoca también en la configuración del poder. De aprobarse este proyecto no será probable la conformación de una autoridad estable y eficaz. La amenaza de la revocación colgará unos centímetros por encima del cuello de los gobernantes. Si el propósito de la rendición de cuentas es entendible, la solución puede ser ruinosa. A la mitad de su encargo, cualquier representante puede ser removido por el voto popular. ¿Un avance democrático? Así parece, pero no lo creo. El tiempo es crucial en la maduración de cualquier política. Si al año y medio los alcaldes y a los tres años el jefe de gobierno deben encarar a sus votantes para saber si permanecen en el cargo, ¿qué política pública pueden ejecutar, qué obra iniciarían, qué decisión se atreverían a tomar que madure en ese lapso? ¿Y qué estímulo tendrían sus oposiciones para colaborar o para permitir que gobiernen esas autoridades tan frágiles? Si la política capitalina no puede levantar la vista al mediano plazo, después de la aprobación de este proyecto, no verá ni al día siguiente.

El proceso constituyente de la capital, hay que insistir, es una aberración democrática. Los proyectistas quieren mucha democracia para la ciudad, pero no ahora, en el proceso constituyente. Nadie pide que la constitución sea una joya impecable. Se pide una ley clara, útil, legítima. No es nada de eso.

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Escrito en: Jesús Silva-Herzog

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