Estampas homéricas
Para él, su nombre significó una vocación, un destino, una responsabilidad que asumió gallardamente. ¿Llamarse Homero y no hacer la crónica de una odisea? ¡Imposible! Fue testigo y actor de una odisea llamada Torreón, siendo también cronista de no pocas batallas libradas con soltura por valientes laguneros.
Fueron creciendo juntos, se conocieron entre sí profundamente, y nunca se reservaron alguna clase de secreto. Por eso desde muy jóvenes, Homero del Bosque Villarreal y su querida ciudad de Torreón, vivieron una especie de noviazgo perpetuo, confesándose admiración y afecto mutuos.
Don Homero arribó a tierras laguneras hace exactamente 101 años, a los 15 días de nacido, el 22 de enero de 1915.
Hace casi diez años, el 21 de marzo de 2006, mientras esperábamos el comienzo de un acto cívico en la Plazuela Juárez, sentí unos tironcitos en una manga del saco. Volteé y Don Homero me preguntó: “¿Eres tú el encargado del Archivo Municipal?” Tras la respuesta, me pidió acompañarlo. Caminamos unos metros, a donde se encontraba José Ángel Pérez, entonces presidente municipal. Le dijo Don Homero con amable firmeza: “Dile aquí al del Archivo que me saque mi libro”. De inmediato José Ángel me instruyó: “Ya oíste a Don Homero: Publícale su libro”. No supo Don Homero en la que se metió.
A partir de entonces, con el pretexto de ver cómo iban los avances de su escrito, me aparecí semanalmente en su oficina. Siempre recibí el inmenso regalo de un cálido abrazo y una conversación de lo más agradable, haciéndome sentir que éramos amigos de toda la vida.
Fueran triviales o relevantes, todos los sucesos y entresijos de la historia local Don Homero los conocía. Además, hombre muy culto, trataba con familiaridad la obra de incontables autores, clásicos de lenguas diversas. Era también frecuente que ligado con lo que se estuviera conversando, declamara algún poema que venía perfectamente al caso. No restringía nada de su gran personalidad cuando me hacía el favor de recibirme. Tampoco escatimó el delicioso café con el que su querida esposa, dentro de un termo, lo despachaba cada día.
En varias ocasiones le escuché narrar cómo desde su juventud tuvo oportunidad de relacionarse, fuera por motivos profesionales o sociales, con múltiples personajes procedentes de otros rumbos, nacionales o extranjeros. Cuando Don Homero los trató, muchos de ellos estaban en plena madurez o ya en la ancianidad, y tuvo la fortuna de obtener testimonios de protagonistas directos de la historia comarcana, cuya característica común fue creer inmensamente en La Laguna, a pesar de arribar con casi todo en contra, pero a base de privaciones y fatigas pudieron forjar importantes fuentes de trabajo, al igual que arraigarse aquí mediante la formación de una familia y de una red de amistades entrañables.
Es decir, Don Homero conoció de forma cercana a muchos de la primera camada de laguneros (por nacimiento, por adopción o por decisión propia), quienes al quemar aquí sus naves transfundieron a las generaciones posteriores un espíritu de trabajo denodado, acostumbrado a reponerse una y otra vez frente a cualquier adversidad.
Esa es precisamente la odisea lagunera que relata Don Homero en sus diversas obras, dejando ver el temple con que estaban fraguados hombres y mujeres que llegaron a dejar su vida en esta tierra.
El primer Homero, el griego, sigue presente en la memoria de la humanidad entera. Estoy seguro de que el nuestro, el lagunero, sigue paseando con su garbo, su puntualidad y su gentileza habituales, por todas las calles y avenidas de su amado Torreón.
Jorge Eduardo Rodríguez Pardo,
Torreón, Coahuila.