Baúl de recuerdos
Párvulo (del latín pequeño) era la expresión que aplicaba para los alumnos de preescolar.
A mis cuatro años edad ingresé con la señorita Castro, una maestra de vocación con chongo blanco y acento ibérico que después de los años me recordaba su imagen, a la actriz Doña Prudencia Grifel. Su escuela, una vetusta casona ubicada en la calle décima entre Juárez e Hidalgo.
El salón, un enorme primer cuarto con dos ventanas largas y enrejadas que daban a la calle.
Se constituía la escuela con siete filas de pupitres dobles, la primera fila correspondía a los de “parvulitos” mi hermano, yo y otros niños, y así en filas primer año y hasta el sexto año, muchachos que eran para mí unos enormes alumnos, y así a todos la maestra nos ponía a trabajar y siguiendo un orden a todos nos explicaba con mucha claridad y con mucho amor.
Comparto un recuerdo hermoso y muy significativo: unos muchachos de sexto se estaban peleando y como no obedecían, la señorita Castro los tomó de los cabellos, los estrujó y abofeteó hasta que se calmaron los ánimos. Esta escena fue tan fuerte para mí, que la maestra, que Dios tenga en su Gloria, me tomó en su regazo, “aun recuerdo su aroma, una exquisita fragancia floral” y me dijo con voz dulce “no se asuste mi niño, mire como su corazoncito se le quiere salir del pechito” y no me soltó hasta que me vio tranquilo, de este hermoso recuerdo (me ruedan algunas lágrimas de amor por aquel dulce ser humano) que marca para mí el ministerio casi religioso de un buen maestro al demandar aplicar disciplina fuerte, pero necesaria, (en aquellos años no se llamaba psicología aplicada como hoy en día) y casi al mismo tiempo en total sentido contrario desplegar un bellísimo amor maternal.
A la hora del recreo podíamos salir al patio de tierra con una enorme lila al centro. Mi hermano Lalo y yo, con veinte centavos cada uno, comprábamos un refresco, un “PEP” de naranja el cual traía un cinturón a la mitad del volumen, y así repartíamos esa botella.
Había en el corral de atrás de la casa un perro raza Pastor alemán, que por alguna causa a menudo se salía a la calle y dos alumnos grandes tenían como tarea perseguir al perro y regresarlo con unas cuerdas. Hoy sospecho que los mismos dos muchachos que lazaban al perro eran los que le franqueaban el escape y el perro era su cómplice, los tres se divertían de lo lindo.
Otro maestro que marcó recuerdo en mi infancia ya en la escuela primaria oficial del Centenario, el profesor Macías, exmilitar partícipe de la Revolución, quien aplicaba un castigo ejemplar, si el caso lo ameritaba, el infractor de la disciplina era pasado al frente, el maestro con gran seriedad y parsimonia le pedía al alumno que se inclinara, le levantaba la camisa y en la base de la espalda aplicaba un golpe con la mano abierta.
Excuso decir el pavor que tal acción infundía en no sólo el salón sino en toda la escuela, pero a pesar de esta fuerte disciplina el maestro era muy querido y respetado entre los alumnos y padres de familia.
Posiblemente gracias a la disciplina de aquella época no había la delincuencia actual, puedo llenar muchas páginas de hermosos recuerdos de todos mis maestros, repito, de todos, ahora no sólo los recuerdo con cariño, también los bendigo donde quiera que estén, seguramente con el Supremo Maestro. Hoy que nuestra nación sufre por el dolor del conflicto de maestros, la sociedad debemos darles el valor y honor que merecen, como segundos padres, bueno sería que nuestros queridos maestros se deslindaran con claridad de los grotescos personajes violentos que hoy dañan a la nación, ya que esos sujetos obtendrán lo que siempre obtienen de prebendas y poder que nunca llegan a los verdaderos y abnegados maestros.
También deseo señalar que el gobierno y maestros, o sea las dos partes, tienen razón en sus propósitos, es necesario encontrar los caminos del diálogo respetuoso, recordando siempre aquel refrán “que más vale un mal arreglo que un buen pleito” y Dios nos bendiga a todos muchas gracias.
Arturo Pedro Salas Juárez,
Comarca Lagunera.