Estados Unidos ha estado ahí, siempre, ante nosotros. Desde antes de la independencia, el vecino ha sido el otro que seduce y amenaza. El contraste económico y político no podría ser mayor, dijo Octavio Paz que siempre pensó al mexicano en contraposición al norteamericano. Allá desarrollo, riqueza y poder. Acá subdesarrollo, debilidad, dependencia. Pero la diferencia más profunda, a juicio del poeta, no era de orden material sino simbólico: dos versiones de Occidente. Un hijo de la Reforma y un descendiente de la Contrarreforma.
Mucha razón tenía Edmundo O'Gorman al subrayar la importancia de Estados Unidos en la conformación del ser mexicano. Para el historiador, la identidad nacional fue forjándose bajo la presión del pasado y del exterior. La lealtad a la tradición, por una parte, y la fascinación por el vecino, por la otra. Su argumento en México, el trauma de su historia, ese extraordinario ensayo que escribió en 1977, es que nuestro país es incomprensible sin esa admiración y esa desconfianza por el vecino del norte. Al separarse de España, el nuevo país tenía un modelo de modernidad a la mano. Era un país que había soltado los lazos con Europa, que había fundado un exitoso régimen republicano desatando poderosas energías sociales. Para unos, Estados Unidos era el ejemplo a seguir; para otros, la mayor amenaza. La disputa de liberales y conservadores a lo largo del siglo XIX mexicano es, en buena medida, una querella por el significado de Estados Unidos. ¿Es el modelo que hemos de imitar o el agresor frente al que hemos de resguardarnos? Para O'Gorman la disyuntiva es esencial, no para la relación bilateral, sino para la conformación misma de la nacionalidad.
Los liberales quisieron constituir la nación de acuerdo al modo de ser de los Estados Unidos. Admiradores de sus leyes y de sus riquezas, estaban convencidos de que la adopción de sus reglas y sus prácticas nos traería prosperidad. Los conservadores, por su parte, se empeñaban en conservar lo heredado de España y veían la codicia del norte como el peor peligro para el alma mexicana. La nación debía preservar la pureza del ser tradicional y resistirse a las tentaciones de la imitación. Implícitamente, sin embargo, el proyecto conservador anhelaba también la prosperidad del norte. El siglo XIX enfrentó dos empresas irrealizables: imposible retornar al pasado, imposible convertirse en el otro. Incapaces de encontrar sus coincidencias, cada bando desconocía la necesidad de abrazar al otro. La exigencia de aprender del vecino, pero no calcarlo, de vivir la tradición, pero no congelarse en ella.
O'Gorman registra naturalmente la deriva imperialista de los Estados Unidos. No justifica en modo alguno la expansión a través de la violencia, pero lo que le inquieta ante todo es el modo en que los atropellos imperiales se convirtieron en descarga de la propia responsabilidad. Teniendo de vecino al lobo feroz, muy poco podemos hacer nosotros.
La victoria del nacionalismo antimexicano en Estados Unidos podría ponernos a pensar en estas cosas. Es cierto, no somos el único objeto del odio triunfante, pero somos su primer blanco. El Tratado de Libre Comercio que hoy pende del capricho de un demagogo ha sido mucho más que un acuerdo mercantil. A pesar de sus limitaciones, a pesar de la concentración de sus beneficios puede entenderse como el más ambicioso proyecto de entendimiento con el vecino del norte. Una estructura institucional compartida que le ha dado a la economía del país una plataforma, un nuevo sitio en el mundo. La vulnerabilidad del pacto nos coloca, de algún modo, a la deriva. Es, tal vez por ello, que una elección ajena pone de manifiesto nuestra crisis histórica. La lección de O'Gorman nos permite advertir el efecto que tiene el desprecio norteamericano en la conciencia nacional. También nos recuerda que recogemos frutos de nuestra hechura. México ha sido la piñata fácil de la contienda norteamericana porque no ha hecho, desde hace tiempo, la tarea esencial. La mediocridad de nuestro desempeño económico, la disparidad de sus cargas y beneficios, el escándalo permanente de nuestra vida pública, la inseguridad bárbara de la última década nos convirtieron en el más redituable de los enemigos. El portazo del norte nos coloca, otra vez, frente a nosotros mismos.
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