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Historias de las bibliotecas en México

Dr. Leonel Rodríguez R.

(Primera parte) De acuerdo con el Programa Nacional de Cultura 2001 -2006, la Red Nacional de Bibliotecas está integrada por 6 mil 109 espacios dispuestos en 89 por ciento de los municipios del país.

Estos lugares, operados por los gobiernos federal, estatal y municipal, albergan poco más de 3.5 millones de volúmenes, y en los últimos seis años, el ritmo anual de crecimiento ha sido de 1.5 millones de ejemplares en promedio.

Datos oficiales indican que las bibliotecas nacionales registran en total 80 millones de consultas cada año y que actualmente existe una biblioteca por cada 16 mil habitantes, esto es, que hay .31 libros por persona.

Según indicadores gubernamentales, 7 por ciento de las consultas realizadas corresponden a estudiantes de secundaria, lo que significa que los usos de las bibliotecas públicas son preponderantemente escolares. De ahí que en los acervos bibliográficos sea insuficiente la consideración de las particularidades de las comunidades, regiones, estados y municipios y que en estos momentos la red no contribuya a fortalecer las identidades locales y regionales.

En el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México, por la Calle Isabel La Católica esquina con República de Uruguay, se encuentra un bello edificio, el ex convento de San Agustín, que por más de un siglo albergara la primera biblioteca del país después de la Independencia y que posteriormente, al fundarse la Ciudad Universitaria, pasara a sus instalaciones, quedando desde 1951 abandonado, esperando pacientemente su rescate como muchos otros edificios históricos del corazón de la gran metrópoli, PATRIMONIO CULTURAL DE LA HUMANIDAD.

He aquí su historia.

“Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Jorge Luis Borges Los libros de los antiguos mexicanos eran de tiras de cuero de venado pintadas, o bien de papel de amate o de maguey, con jeroglíficos por ambos lados, cosidas y dobladas en forma de biombo. Muy pocos se han conservado.

Ignacio Rayón, en el Diccionario Universal de Historia y Geografía, indica que la recopilación más antigua de estos documentos se hizo en tiempos del señor tolteca Huetzin, quien según las relaciones de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, mandó reunirlos y nombró una sociedad de sabios para que formaran un grueso volumen que se llamó Teamopxtli o Libro de Tollan.

Al parecer, Texcoco tuvo posteriormente una gran biblioteca. Las autoridades mantenían personal especializado y aumentaban continuamente el depósito por medio del trabajo de varios pintores, encargados de escribir las novedades y de reponer los documentos maltratados. Este acervo de pictografías se perdió después de La Conquista, pues el Obispo Fray Juan de Zumárraga, creyendo ver sólo supersticiones en las figuras, mandó encender con aquellos papeles una inmensa hoguera, que por más de ocho días se atizó con los manuscritos. Igual suerte corrieron los archivos de México, en cuya plaza, según Clavijero, se les prendió fuego.

Pese a la intolerancia religiosa que prevaleció en la Nueva España, se importaron al país libros de todas clases, y en pocas décadas de La Conquista, los libreros se estimaban en más de cien.

Instalada la primer imprenta, el número de impresores mexicanos fue aproximadamente de 150 en el siglo XVI, de casi dos mil en el siglo XVII, de unos siete mil en el XVIII y de acaso 200 mil en el siglo XIX. Muy pocas publicaciones del siglo XVI se han conservado.

Según Luis González Obregón, aun los libros más heréticos burlaban la vigilancia de la Inquisición; en San Juan de Ulúa, se desembarcaron obras no sólo de Erasmo, sino de clásicos profanos como Homero, Plutarco, Virgilio, Cicerón, Ovidio, Marco Aurelio, Lucano, Terencio, Ariosto, Petrarca y Camoens; de poetas, dramaturgos, novelistas y místicos españoles como Jorge Manrique, Juan de Mena, Herrera, Garcilaso, Ercilla, Lope de Vega, Francisco de Rojas, Diego de San Pedro, Mateo Alemán, Espine, Cervantes, Granada y León.

Casi todos los conventos y centros docentes tenían biblioteca y muchos de ellos marcaban sus libros a fuego. Sólo Rafael Sala tenía en su colección 90 marcas de franciscanos, 51 de dominicos, 91 de agustinos, 15 de mercedarios, 17 de carmelitas, 5 de jesuitas y unas 50 de otros orígenes.

Quien primero trajo una biblioteca a la Nueva España parece haber sido Fray Alonso de la Veracruz en 1536, con destino al convento de Tiripetío. En general, todos los monasterios dispusieron de acervos bibliográficos. En el siglo XVII, el Obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, formó una colección de ocho mil volúmenes, que aún existe. Fueron también notables las bibliotecas de Carlos de Sigüenza y Góngora, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y Sor Juan Inés de la Cruz.

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