Arte: Aída Moya
Las fijaciones tienen mucho que ofrecer no sólo en términos de órdenes de restricción y psicosis. En los recipientes adecuados funcionan como brújulas que apuntan hacia la belleza, una que se disfruta sin necesidad de conocer los resortes que impulsaron al creador.
A mí me ha obsesionado la muerte toda la vida, pero haber hablado
de ella ha hecho que... siga obsesionándome, pero menos.
Emil Cioran
Revelar el arte y ocultar al artista, tal es la finalidad del arte, dice Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray. El creador, en el mundo ideal de los puristas, debería, con perdón de José Donoso, correr un tupido velo sobre sí mismo y ofrecer simplemente el acabado producto de su talento.
Sin embargo, cada obra, y esto podría afirmarse de cualquier creación humana, es un producto de su tiempo, de un contexto determinado, de las influencias existentes y otros materiales sin los cuales el creador no podría mantener la fragua del espíritu a las elevadas temperaturas que requiere la forja de una pieza memorable.
El artista decide lo que es arte y, aunque el producto sea una novela futurista empolvada en un librero encorvado, un cuadro de maneras clásicas fijado a una pared de escaso y modernista grosor o una melodía que flota por el ciberespacio con menos de cien reproducciones en su haber, las obras dicen mucho sobre sus ejecutantes.
¿Qué sería de dos directores de cine como Woody Allen y Hayao Miyazaki sin esas obsesiones convertidas en marcas de identidad de sus filmes? Baste con mencionar una evidencia, un escenario recurrente, de cada uno: Allen y Nueva York, ese ombligo del mundo aprehendido hasta la saciedad; Miyazaki y el cielo, ese lugar común elevado a la potencia de hogar infinito.
Una obsesión tiene mucho que ofrecer, no sólo en términos de órdenes de restricción y psicosis. Colocada en un recipiente apropiado y enfilada hacia el horizonte de la belleza, la fijación se convierte en propulsor y continente de un deseo impostergable en el que disciplina y frenesí, nervios y templanza, insatisfacción y voluntad, entre otros factores, se mezclan en cantidades apropiadas que no equilibradas.
El siguiente es un recorrido por siete obsesiones que los amantes de las buenas obras harían bien en visitar y procurar, si no con frecuencia, sí con atención; siete viajes breves en los que lo más importante no es ni el lugar de partida, ni el destino, ni siquiera el trayecto, sino la brújula.
TANIJIRI
Nacido en 1974 en Hiroshima, es uno de los talentos que se ha encargado de dar un nuevo aliento a una ciudad que fue hollada sin compasión por la bomba atómica.
Makoto Tanijiri tiene ideas que llaman la atención por su simpleza. En un distrito de la capital japonesa, Tokio, desarrolló, en colaboración con su cómplice Ai Yoshida, un concepto atractivo por la nutrida relación que existe entre sus elementos: un hostal-librería.
Su Book and Bed (Libro y Cama), inaugurado en noviembre del año pasado, tiene, como casi todas las ideas que refleja en un espacio concreto, un razonamiento fácil de seguir: "Adoptamos el entorno de la biblioteca para el dormitorio, quisimos hacer un lugar donde todo el mundo es invitado a guardar silencio y dejar dormir".
El concepto nació de un hecho cotidiano, ese deseo de emprender alguna lectura antes de entregarse al sueño que termina con el libro tirado a un costado de un lector que se quedó profundamente dormido antes de darse cuenta.
Makoto Tanijiri define a su trabajo como el intento de concretar ideas frescas en los edificios y establecer relaciones entre las construcciones y algunos elementos interactivos.
Sus ideas, difundidas en una entrevista para el portal 6mirai.tokyo-midtown.com en 2008, a propósito de realizar una intervención al distrito de Roppongi, ubicado en la capital japonesa, dan cuenta de su propensión a combinar esencias para producir la novedad.
Se le ocurrió, por ejemplo, convertir las habitaciones de un hotel de lujo en pequeñas galerías de arte. ¿Cuáles fueron las escalas de su pensamiento? La gente común nunca entra en el inmueble; las habitaciones suelen estar desocupadas durante el día; si se instala una exhibición en los cuartos, la gente podría acudir a pasar el rato mientras que, por la noche, los huéspedes tendrían el plus de pasar más tiempo apreciando las obras en sus habitaciones. Pero la exposición no tiene por qué limitarse a cuadros colgados de las paredes, las piezas en exhibición podrían incluir la cama o la ropa de dormir.
Tanijiri observa que está muy arraigada la noción de que los trabajos artísticos deben buscarse en los museos pero "sería más interesante si alguien fuera caminando por la calle y se encontrara con una obra".
Su visión es la de un viandante que va descubriendo alguna pieza bella por aquí, por allá, hasta caer en la cuenta de que están conectadas. El objetivo es que el transeúnte active sus sentidos y empiece a buscar todas las partes de ese estético y singular rompecabezas.
"El arte tiene el efecto de cambiar las perspectivas y la sensibilidad de las personas", dice este arquitecto que no sólo aspira a trabajar con materiales duros y perdurables: "Ponerle ropa a los edificios es otra cosa que llevo deseando un largo tiempo".
Otra vez su razonamiento es sencillo, si le pones un mantel de encaje a una mesa vieja, la mesa se convierte en algo nuevo, de manera que, si haces algo similar en un edificio antiguo, se le otorga un nuevo valor.
La brújula de este hijo de la zona en que estalló la bomba atómica apunta hacia transformar lo que ya existe.
FACIOLINCE
La muerte de Héctor Abad Gómez a manos de unos sicarios ocurrida en 1987 es esa aguja imantada que apunta hacia el norte en El olvido que seremos, la obra más aclamada de su hijo escritor nacido en Medellín, Colombia, en 1958.
El relato es desgarrador pero no truculento, devastador pero no desmoralizante, según una descripción hecha por el Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Y es que Héctor Abad Faciolince encuentra muchas maneras de enunciar un principio que nunca es traicionado, ni exagerado, ni perversamente reiterado: él amaba a su padre.
Da la impresión de no estar leyendo sino escuchando la historia de un amigo que explica con meticulosidad los vericuetos de sus dolores y decepciones, la tragedia de la pérdida como certeza irrenunciable.
El amigo tiene en su haber experiencias, fatigas, que bien podrían derivar en el melodrama. Recibió la lección más importante en un momento en el que era incapaz de comprenderla y en lugar de volverse loco, porfiar, maldecir, se dedicó a adquirir las herramientas necesarias para destilar la sensación y extraer un tónico tan emotivo como racional.
El doctor Abad hacía cosas improbables como respaldar a su hijo sin cortapisas y falleció víctima de la Colombia de gatilleros baratos y efectivos, de esquinas empapadas con sangre de quienes se atrevían a denunciar el dolor y poner nombre a los males.
Al momento de morir llevaba en el bolsillo un soneto -parte del primer verso da título al espectáculo de humanidad, en el sentido imponente del término, eslabonado por el hijo- y de ese poema nació una polémica y de esa discusión nació otro libro, de relatos, llamado Traiciones de la memoria.
Los cuentos allí reunidos, especialmente el primero, también apuntan hacia la figura paterna.
El primero contiene la investigación para certificar que el argentino Jorge Luis Borges acuñó los versos que el hijo rescató de entre el paterno ropaje. Faciolince nunca tiene dudas al respecto.
La prosa a veces tiene la pinta de un discurso literario, a ratos filosófico. Lo demás es una argumentación sólida, con lo que esto entraña de claridad, convicción y contundencia, envuelta en frases como: Yo no hubiera querido que la vida me regalara esta historia. Yo no hubiera querido que la muerte me regalara esta historia o La vida a veces tiene la misma consistencia de los sueños que, al despertarnos, se desvanecen.
O´NEILL
El estadounidense Richard Yongjae O´Neill, nacido en 1978, tiene, a juzgar por su trayectoria y sus propias palabras, una sola explicación, el trabajo, y una sola brújula, hacer algo por los que menos tienen.
En poco más de dos décadas de convivencia con su instrumento, la viola, este músico ha acumulado varias medallas nada desdeñables: primer violista en recibir el diploma de artista del conservatorio Juilliard, ubicado en Nueva York; solista en conciertos de las filarmónicas de Londres, Los Ángeles, Moscú y Seúl; más de una decena de discos grabados (la mayoría individuales o con el ensamble Ditto del cual es fundador).
De ascendencia surcoreana y norteamericana, su biografía tiene un inicio turbio que otorga más brillo a sus logros. Es hijo de una mujer con discapacidad mental, una huérfana de la guerra de Corea que fue criada en Estados Unidos en una casa de acogida. Sus abuelos adoptivos se encargaron de darle al joven Richard una educación, en especial unas lecciones musicales que fueron bien aprovechadas.
La infancia de Yongjae O´Neill en un pueblo del estado de Washington, con una población predominantemente blanca, le aseguró frecuentes dosis de acoso y sufrimiento a causa de sus rasgos asiáticos.
En una entrevista con un medio surcoreano declaró que un día su mánager le recomendó someterse a un tratamiento de botox para eliminar una arruga que tiene en la frente. No lo hizo. Esa marca es un producto de su infancia, de los días en que se colocaba frente al espejo e intentaba agrandarse los ojos.
El trabajo le ha permitido a Richard O´Neill destacarse y conseguir un instrumento único, una viola fabricada por el italiano Giovanni Tononi allá por 1699. La adquisición implicó el desembolso de un millón de dólares.
Durante su juventud, cuando indagaba sobre la identidad de su progenitor, la abuela adoptiva le respondía que no preguntara por ese monstruo que había violado a su madre. No fue sino hasta cerca de la treintena, y gracias a su altruista convivencia con niños abusados, que O´Neill se decidió a descubrir la verdad sobre el lado paterno de su origen. Encontró que su padre había fallecido ya y que era un hombre dañado, en su adolescencia había sufrido un accidente en motocicleta que le ocasionó una discapacidad mental permanente.
La navidad pasada, el músico visitó la Casa Rafael, un orfanato ubicado en San Francisco, California, que ayuda a niños con autismo. Además, Yongjae O´Neill dirige una orquesta infantil en Corea del Sur que recibe a niños pobres y abusados, ha sido embajador de buena voluntad de la Cruz Roja y ha corrido maratones por caridad.
En una entrevista para KoreAm, el violista confesó sentirse afortunado porque no recaló en un hogar con padres golpeadores o que se desentendieran de la formación de los menores. Se ha dedicado a pagar esa buena fortuna con una fórmula fácil de resumir: trabajar para ayudar.
COPELAND
A mediados del año pasado, Misty Copeland, estadounidense nacida en 1983, se convirtió en la primera mujer de raza negra en ser promovida a bailarina principal del American Ballet Theatre (ABT), compañía con una historia que abarca más de tres cuartos de siglo y cuya sede principal es la Metropolitan Opera House de Nueva York.
¿Qué es lo que hace especial a esta mujer? La respuesta es acumulativa: su piel es como un lunar en la epidermis del níveo mundo de la danza clásica; comenzó a bailar a los 13 años, es decir, su incursión en el arte del movimiento sucedió a una edad en la que ya se decantan por el retiro algunas jóvenes promesas que llevan trabajando desde los cuatro o seis años de edad; procede de una familia disfuncional, llegó a vivir en un cuarto de hotel hacinada junto a varios hermanos.
Sus opciones eran las de cualquier mujer negra en un país que sigue batallando por atenuar que una parte importante de su población es racista hasta la médula.
La suerte de Misty Copeland cambió gracias a una maestra, Cynthia Bradley, que la descubrió en un centro comunitario. La profesora vio un talento descomunal en la adolescente y la llevó a su casa para someterla a un pesado entrenamiento con miras a recuperar el tiempo perdido.
En su primer intento Copeland fue rechazada por una academia de ballet con la siguiente explicación: "Querida candidata. Muchas gracias por solicitar entrar en nuestra academia. Desafortunadamente no ha sido aceptada. No tiene los pies adecuados, su cuerpo no es apto para el ballet y con 13 años es demasiado mayor para considerarle como una posible candidata".
Luego ganó becas para asistir a cursos intensivos que le permitieron forjar una técnica adecuada, pero la desventaja del color le obsesionaba, su competencia era la imagen arquetípica del ballet: cuerpos blancos, altos, delgados.
A los 19 años ingresó al ABT. En su segundo año en la compañía, la edad, que tantos problemas le había acarreado en sus inicios, le jugó una mala pasada. Su cuerpo completó su desarrollo y aumentó cinco kilos. Se mantenía delgada sí, pero no tenía la constitución de una bailarina clásica corriente, la figura curvilínea y un pecho generoso le pusieron en la mira. Hubo presiones de la compañía para que bajara de peso. Ella se negó, optó por otro camino acaso más complicado: trabajar para superar a los demás bailarines, deslumbrar para que el único criterio a tomar en cuenta fuera su talento y no su cuerpo.
Llegar a bailarina principal le consiguió una portada en la revista Time y el título de una de las 100 personas más influyentes del mundo.
Ahora, Misty Copeland así lo ha reconocido, carga con la responsabilidad de dar ejemplo a los infantes y adolescentes que, por pertenecer a una minoría racial dentro del país norteamericano, se sienten en desventaja, cuando no discriminados.
En febrero pasado, una entrevista para Time reunió a Copeland con el presidente de Estados Unidos, Barack Obama y allí dijo: "Es importante que esta generación de jóvenes minorías, niños especialmente, se sientan cómodos y confiados a propósito de su piel".
Esta bailarina apuntó la brújula a triunfar contra todo pronóstico y alcanzó un reino desconocido para su raza.
BANKSY
Nació en Bristol, Inglaterra, en 1974 o 1975. Su nombre real -en la era de los drones y los hackers- es un misterio. Se sabe que en sus años mozos hacía piernas corriendo de la policía.
La transgresión es el sello de este artista callejero. Suyo fue el mérito de convertir aburridos centros urbanos en galerías dignas de fatigarse con atención a la búsqueda de muros corrientes transmutados en recipientes de creaciones que cumplen con la misión de impresionar.
Ya con una trayectoria a cuestas, Bansky se ha convertido en una voz autorizada para denunciar la hipocresía de los políticos, los males de la guerra, los desenfrenos deshumanizados del capitalismo.
En su portafolios podemos encontrar desde un oso de peluche gigante que lanza una bomba molotov a tres antimotines hasta una niña -hecha en su mayor parte de sombra, sólo con algunos rasgos de triste claridad- que estira inútilmente el brazo tratando de recuperar el globo rojo, con forma de corazón, que ha escapado.
La crisis de migrantes en Europa es uno de sus temas favoritos en la actualidad. El grafitero inglés deja desde impresiones tipo monero de alta escuela -unas palomas protestan por la llegada de un pajaro migrante que se ha posado en el mismo cable- hasta reinvenciones de imágenes ya difundidas como la de una infante -sacada del anuncio de un musical sobre Los Miserables de Victor Hugo- que llora gracias al efecto de gases lacrimógenos. En esta última Bansky se refiere al uso de dicha arma química por parte de autoridades francesas en un campo de refugiados situado en Calais.
En agosto del año pasado el artista sin identificar abrió un parque de depresiones en una pequeña localidad en la costa oeste de Inglaterra que visitaba en su infancia. Lo bautizó como Dismaland (dismal significa deprimente). Duró cinco semanas, recibió a 150 mil visitantes y dejó una derrama económica calculada en 27 millones de euros. Las construcciones fueron desmanteladas y los materiales se enviaron al campo francés donde ocurrió el incidente del gas para levantar techos provisionales.
En noviembre de 2013, el británico, ya convertido en figura internacional, agregó la figura de un oficial nazi a un cuadro de una tienda situada en Manhattan, Nueva York. El título de la obra es La banalidad de la banalidad del mal (alusión a los trabajos de la filósofa alemana Hannah Arendt). El cuadro se vendió en 610 mil dólares luego de ocho horas de una puja que comenzó en los 74 mil dólares.
Un 'banksy' tiene un valor promedio en el mercado de 500 mil dólares. El artista ha respondido a eso vendiendo algunas de sus obras en 60 dólares.
El grafitero desconocido comenzó quebrantando la ley por la vía de vandalizar los muros de una ciudad. Hoy, transgrede otro tipo de leyes, como las del mercado, el entretenimiento o la celebridad.
ROCA
Paco Roca es un español nacido en 1969 que se ha forjado un sólido nombre en el mundo de los cómics. Luego de navegar por las aguas de la publicidad recaló en el puerto de narrar historias con viñetas y algunos diálogos.
Sus trabajos son como velos transparentes que, en lugar de ocultar, mantienen frescas sus obsesiones. La obra del valenciano transcurre por dos vías que a veces se entrecruzan: el ímpetu de contar sus ayeres y su afición por pasajes de la historia que, desde su óptica, merecen escudriñarse.
En su país obtuvo el Premio Nacional del Cómic 2008 con Arrugas, un homenaje a sus padres que luego se convirtió en película, también galardonada. La historia se centra en la vejez y en esa enfermedad terrible que despoja a las personas de los recuerdos y de su identidad.
Memorias de un hombre en pijama, una tira dominical del ilustrador, cuenta las chuscas situaciones y los malos, por autoflagelantes, pensamientos de un cuarentón. Roca dibuja, por ejemplo, el conflicto interno del varón que, harto de complacer a la compañera de vida en todos los aspectos de la convivencia, acaba por estallar. La rabieta, sin embargo, acarrea una revelación acojonante por parte de la mujer que llena de culpa al protagonista, quien, desesperado, intenta remediar el desaguisado de un modo que no consigue sino hundirlo más.
La otra obsesión, la historia, lo llevó a recrear en El ángel de la retirada el trato que recibieron exiliados de la Guerra Civil española en campos de refugiados en Francia. Para contar su relato, Roca se vale de un truco nada novedoso, una adolescente que investiga sus orígenes. Empero, como diría Vladímir Nabokov, el placer está en los detalles.
En El invierno del dibujante recrea la rebelión de algunos de sus ilustres predecesores que se rebelaron contra una editorial explotadora y fundaron una revista propia para cobrar mejor por su trabajo y ganar la libertad creativa.
En entrevistas para El País, Paco Roca ha develado que hace cómics "como otros terapia". También reconoce que su obra o se decanta por la vía personal, esa que retrata a sus seres queridos y a sí mismo, o se va por la senda histórica, esa que recurre a momentos y lugares específicos de España.
En el primer caso se inscribe uno de sus trabajos más recientes: El cubano que no regresó del frío. Se trata de una historieta en la que narra memorias prestadas, las de su amigo Rafael Labrada, un joven que salió de la isla rumbo a la Unión Soviética con la esperanza de quien viaja a una tierra de oportunidades. Sin embargo, le tocó atestiguar la tristeza y el desencanto del sistema y la caída del bloque socialista.
El dibujante valenciano es dueño de una obra muy íntima y a la vez muy general.
ROMERO
Los motivos de Betsabeé Romero, nacida en la Ciudad de México en 1963, son variados, y podría decirse, no sin cierto riesgo, que están sujetos y moldeados siguiendo la proclama de que la modernidad no tiene por qué estar reñida con la tradición.
La obra de esta artista abarca desde instalaciones, fotografías, modelos a escala y esculturas hasta formas de expresión en movimiento como los videos y los poemas.
¿Y qué retrata en sus piezas? La brújula constante es la desigualdad, esa marca de agua que buena parte de la humanidad, sumergida en el trajinar de la supervivencia, olvida que porta aunque sus manifestaciones y dimensiones sean masivas: la migración, las desapariciones, las muertes violentas.
El retrato y su entorno, todo está empapado con la nostalgia de un país, su país, que sufre desde la conquista, cuyas tradiciones fueron filtradas por el tamiz de otras culturas.
Una obra emblemática de Betsabeé es el Ayate Car, un Ford Victoria de 1955, vestido con tela de ayate en la que destaca un estampado de iconografía mariana. El vehículo tiene sus interiores cubiertos por 10 mil rosas debidamente deshidratadas.
A la obra de Romero se le inscribe en el "arte relacional", ese que el francés Nicolas Bourriaud define como trabajos que ponen el énfasis en las relaciones humanas y su contexto social. La interacción y el intercambio entre el creador y el público son fundamentos de esta corriente con un par de décadas en ebullición.
Una exposición reciente, Ídolos frente a los altares -en el Museo Diego Rivera-Anahuacalli- llegó acompañada de una instalación del Día de Muertos. Romero agregó algunos elementos a las piezas expuestas en el recinto para darles connotaciones que, en suma, tienden puentes entre las culturas prehispánicas y el México actual. El montaje está dedicado a los migrantes, esas víctimas de un sistema en el que hay unos más iguales que otros.
Esos individuos que dejan su lugar de origen fueron también el motivo central de otra de sus obras: Inmigrante desconocido, presentada en el Museo Británico de Londres, Inglaterra, en octubre del año pasado.
EL CAOS
Fuera de esta relación han quedado muchos, demasiados, talentos que hacen de la obsesión una palabra benigna.
Más allá de lo que han obsequiado al público en el ejercicio de sus disciplinas, los personajes aquí mencionados sirven para ilustrar una cualidad sobresaliente de los creadores: la intensidad.
Triunfar, hacerse de un nombre y de un prestigio, también requiere de disciplina, facultades y talento, es cierto, pero la intensidad surge de otra parte, de un pasado, de una visión del mundo, de un ideal.
Ejecutar de forma impecable una partitura de Shostakovich, lanzarse a desafiar las leyes de la física sobre un escenario, hacer de un muro cualquiera el depositario de una obra notable, son simples manifestaciones de otra cosa, de un resorte fortísimo que actúa sobre el individuo y lo eleva hacia ámbitos inusuales.
Detectar a simple vista la obsesión del artista es imposible en algunas esferas, en otras, es sumamente sencillo.
La importancia de un Tanijiri, de un Faciolince, de una Romero, no está en el hecho de que unas personas se hayan abierto camino hasta el venero del arte en lugar de permitirse vagar por las ciénagas de la pretensión, la autoconmiseración, la simple locura o la cordura forzada, entre otras.
Su repercusión tiene que ver con cuestiones más elementales y humanas: la capacidad para trocar los obstáculos en horizontes; utilizar el talento como palanca para mover las memorias hacia un lugar en el que no hagan un daño irreversible; sobreponerse a las corrientes que, desde el mismo nacimiento, arrastran a un ser hacia una cueva subterránea.
Poner una obsesión al servicio del espectador no es sólo abrirse, también es proclamar una verdad y un optimismo.
Si bien es cierto que, como escribió Borges, ya somos el olvido que seremos, algunas obsesiones hacen más llevadero ese andar por el estrecho sendero de la mortalidad.
Correo-e: bernantez@hotmail.com