En medio de un clima de alto cuestionamiento hacia la figura presidencial dentro y fuera del país, la apuesta de invitar al candidato republicano Donald Trump a México era muy arriesgada. Su ejecución requería un amplio conocimiento de la tradición diplomática mexicana, sensibilidad hacia la animadversión que ha generado el magnate en la población y firmeza y claridad en el discurso para evitar cualquier ambigüedad que terminara utilizándose en contra. El resultado no pudo ser peor.
Poco a poco se han dado a conocer los detalles de cómo fue que se orquestó la visita. A grandes rasgos, la historia inicia con la sugerencia del secretario de Hacienda, Luis Videgaray, de invitar al candidato republicano para calmar los mercados, sobre todo ante un posible triunfo, que hoy no se observa tan lejano como hace todavía algunas semanas. La decisión de la oficina del presidente Enrique Peña Nieto de aceptar la recomendación dividió al gabinete. La oposición fue encabezada por el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y la canciller Claudia Ruiz Massieu, pero a pesar del consejo de cancelar la invitación, ésta se concretó y derivó en la reunión que el miércoles pasado se dio en Los Pinos.
Una de las primeras críticas que recibió la Presidencia de la República fue haber dado trato de jefe de Estado a una persona que en este momento carece de representación oficial alguna. Además, se trata del candidato que más hostilidad ha mostrado para con México y los mexicanos. Su retórica es antiinmigrante y va desde la construcción de un muro en la frontera -del que dice que México lo pagará, aunque todavía no lo sepa- hasta la deportación masiva de personas, pasando por todo tipo de calificativos hacia quienes cruzan la frontera. En suma, se trata de una postura xenofóbica, para muchos suficiente argumento para no extenderle invitación alguna o, al menos, no darle el trato oficial que se le dio.
Lo que ha seguido a la reunión y la rueda de prensa posterior deja ver claramente que las cosas simplemente no salieron como se esperaba y que, por lo tanto, fue una muy mala idea traer al candidato. Ante la mirada de muchos analistas, Peña Nieto legitimó a un político considerado un paria no sólo en su país sino en buena parte de occidente. Si antes para muchos era imposible imaginar a Trump como jefe de Estado, México le ofreció a éste la oportunidad de demostrarlo. El efecto fue casi inmediato: el magnate subió en las encuestas y está a punto de alcanzar a Hillary Clinton, la candidata demócrata que ha mantenido al menos en el discurso, un postura menos hostil hacia México.
Contrario a lo que la Presidencia de la República ha manifestado como objetivo de la reunión, Donald Trump no ha suavizado su discurso xenófobo y antimexicano, sino por el contrario, lo ha endurecido. No sólo sigue diciendo que va a deportar a millones, sino que va a construir un muro y que México lo va a pagar ya que este país envía “lo peor” hacia Estados Unidos.
Hacia el interior, son escasas las voces que defienden la visita como un éxito diplomático. Hasta hoy todavía lo que más se escucha son críticas. Pero más allá de lo altisonante de los cuestionamientos vale la pena revisar el daño que ha ocasionado esta visita en la tradición diplomática mexicana, marcada por la doctrina Estrada hasta finales del siglo XX, y que pugna por la no intervención, de ninguna forma, en los procesos de los demás países, aunque de vecinos se trate. La discusión ahora debe centrarse en cómo reconstruir la imagen de la República y dotar a la investidura presidencia del prestigio que ha ido perdiendo, nos guste o no el presidente en turno, representa a toda la nación y por tanto su prestigio nos afecta a todos por igual. No es, pues, asunto menor ni mucho menos trivial.