La señal es inequívoca: la corrupción se ha convertido en el talón de Aquiles de más de un gobierno en Centro y Suramérica. Cuando no tira, tambalea o descuadra a sus titulares, los debilita hasta transformarlos en presa fácil de intereses económicos, adversarios políticos diversos o causas ciudadanas justificadas.
El saldo de la denuncia de ese mal -que, en tiempos de crisis, aviva el hartazgo social y abre la puerta a la presión foránea- es elocuente: el expresidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, se encuentra tras las rejas y el expresidente de El Salvador, Francisco Flores, está en arraigo domiciliario, ambos enfrentando su respectivo proceso; la presidente de Brasil, Dilma Rousseff, pende de un hilo; la presidente de Chile, Michelle Bachelet, salvó el problema, aplicándose de inmediato al advertir la amenaza... y falta por ver qué irá a ocurrir en Honduras y en Argentina.
Hoy, los gobiernos de otros países de la región no pueden llamarse a asombro si problemas semejantes les estallan y los colocan en un predicamento. México no es la excepción. Avisos con el mismo recado han llegado desde hace varios meses, de dentro y de fuera. Y la reacción oficial del gobierno y los partidos cuando no ha sido la indiferencia o la burla, ha sido la simulación. Sorprende que ni por instinto de sobrevivencia actúen.
Hasta que el problema derive en crisis verán qué hacer, si hay algo qué hacer.
Si, en la década de los noventa, el narcotráfico, los derechos humanos y el medio ambiente se constituyeron en las causas que, con aval nacional, favorecían la intervención foránea, hoy el combate a la corrupción adquiere ese tinte .
La denuncia de prácticas corruptas es, sin duda, una causa que encuentra aliados dentro y fuera de los países afectados. La voz y el eco se combinan hasta que la sonoridad retumba. Y si llegan a articularse, las tenazas de esa pinza pueden terminar por asfixiar a gobiernos y partidos.
No hay ningún secreto en esto. La evidencia se encuentra en más de una latitud y, por ello, en el caso mexicano, asombra que el gobierno y los gobiernos y los partidos nacionales reaccionen a partir de un principio de complicidad y encubrimiento entre ellos, en vez de reconocer la urgencia de encarar frontal y radicalmente el problema.
Se dice fácil, pero afrontar el problema de la corrupción supone un sacrificio, inconcebible en las filas del gobierno y los partidos: amputar a aquellos miembros que, poco a poco, gangrenan su cuerpo. Sin ese sacrificio, los remedios pueden dar alivio temporal... pero la gangrena avanza hasta provocar la muerte del conjunto del tejido. Se puede jugar a que el próximo gobierno o la siguiente dirigencia partidista resuelvan el problema, pero es un juego. Posterga, pero no cura.
En las distintas escalas de gobierno, el aviso señalando actos de corrupción se ha enviado, desde dentro y desde fuera. Munícipes, gobernadores e incluso el propio presidente de la República han recibido ese mensaje y, hasta ahora, salvo contadas excepciones, la respuesta ha sido la indiferencia o la burla.
Ejemplos de lo anterior sobran: un empleado investiga el incomprobable conflicto de interés de su jefe, un ex gobernador estudia y vive en el extranjero gracias a una beca del sindicato del magisterio, el papá de un gobernador determina a dónde gastar los fondos públicos, un exjefe de Gobierno pasa el verano en París sin advertir que ya es invierno, un alcalde dispone y despinta una patrulla para darle coche a su señora... Burlas que la oposición de izquierda y derecha ignoran porque ellos también han resultado muy chistositos.
En ese esquema de complicidad entre el gobierno y los partidos, todo puede ocurrir. Un gobernador construye y destruye a su arbitrio una presa en su rancho. Una línea del metro tiene vías incompatibles con los carros que corren por ellas, convirtiendo su mantenimiento en un barril sin fondo. Un consorcio constructor se burla del gobierno con el que transa negocios, pero la correspondiente indagatoria se centra en determinar quién rayos grabó y divulgó las conversaciones telefónicas que exhiben la movida.
Sin embargo y más allá de la resolución final de la Audiencia Nacional española sobre la procedencia o improcedencia del enjuiciamiento del exdirigente del Partido Revolucionario Institucional y ex gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, por los delitos de lavado de dinero, malversación de fondos, cohecho y organización criminal, el hecho advierte de una variable fuera del control del gobierno y los partidos: la intervención judicial de poderes extranjeros o de poderes fácticos de fuera, como lo fue el editorial de The New York Times, que sacuden el reino de la impunidad. Todo esto sin mencionar a la canalla política integrada por varios gobernadores que, una y otra vez, han sido señalados como corruptos o delincuentes impunes y que han hecho de la pusilanimidad, hasta ahora, su hábitat natural. ¿Nombres? Sergio Estrada Cajigal, Arturo Montiel, Tomás Yarrington, Ulises Ruiz, Fausto Vallejo, Ángel Aguirre Rivero, Rodrigo Medina, Guillermo Padrés y, desde luego, Humberto Moreira... sólo por mencionar algunos integrantes del elenco.
Sólo unos cuantos miembros de la clase política pisan la cárcel por corruptos o delincuentes pero, siempre prevalece la duda, si la pisan por eso o por haber caído de la gracia del resto de sus compañeros.
Es posible, desde luego, que la incapacidad social para transformar el hartazgo ante la corrupción en movimiento con fuerza sea el factor en el que gobierno y partidos finquen la vana esperanza de no tener por qué hacer un sacrificio para salvar el cuerpo a costa de un miembro. Es posible. Sin embargo, los vientos que soplan en Centro y Suramérica así como en España deberían alertar al gobierno y los partidos sobre un absurdo: la indiferencia o la burla ante la corrupción tiene un límite. Más ahora que ésta se denuncia -y, a veces, se persigue- no desde dentro, sino también desde fuera. Pueden gobierno y partidos hacerse guajes, pero el aviso con el recado ya lo recibieron.
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