En México, la propiedad es el distintivo más comúnmente aceptado entre lo público y lo privado. Si el gobierno aparece como dueño de algo, decimos entonces que es público, y si es un particular decimos entonces que es privado. Ese hábito cultural es en buena medida culpable del deterioro de lo público en nuestro país. Porque cuando salimos en defensa de lo público, en más de una ocasión, lo que en realidad estamos procurando es el negocio personal de algunos que se han hecho del control de un servicio, por ejemplo, cuyo beneficio dista mucho de contribuir a la prosperidad general.
La diferencia entre un bien público y uno privado, radica entonces en la cantidad de personas que se ven beneficiados con la presencia de ese bien, independientemente de quien posea la propiedad. Eso implica que cualquier cosa puede ser un bien público, si su empleo es benéfico para todos. Y lo contrario, todo bien puede ser privado en la medida en que sólo unos cuantos se vean favorecidos con su existencia.
Desde la izquierda, se alega que si la propiedad de un bien la posee el Estado, es más probable que su beneficio alcance para todos, al no interferir la ambición del negocio en las decisiones tomadas con relación al bien en cuestión. La derecha dice que eso no es así, que son los particulares precisamente por el interés económico que tienen de por medio: si quieren tener ganancias, deben ofrecer el mejor de los servicios. Los defensores de ambas posturas actúan como si la teoría se cumpliera. Unos suponen que detrás del Estado no hay gente con sus propias ambiciones personales; los otros, que detrás del mercado no hay vicios, malas prácticas o corrupción.
Ni el dios "Estado" ni el dios "mercado" son impolutos, y por eso es indispensable generar mecanismos distintos que velen por el carácter público, de aquello que por definición debería ser benéfico para todos. Y aunque no hay una receta, es ingrediente indispensable la participación activa de la ciudadanía, pues el desdén y la indiferencia nos colocan en el punto más lejano; ese en el que nos encontramos ahora, en el que se merca de manera grosera con los bienes públicos (que ya no lo son).
Una de las formas más desgastadas es la de la concesión. En muchos rincones del país, ese mecanismo ha servido para que alcaldes y gobernadores hagan su agosto, al tiempo que permiten que particulares construyan monopolios u oligopolios que condenan a los ciudadanos a pagar caro por servicios deficientes. En su perversión, los gobiernos permiten primero que el servicio se deteriore lo más posible, para luego, justificar la concesión y así garantizar que, con un mínimo esfuerzo, los servicios luzcan "mejor que antes".
Hace ya demasiado tiempo que en México los gobiernos actúan como una entidad privada. Por eso estamos como estamos.