Fue una buena semana para el gobierno y una pésima semana para el Estado. El gobierno puede presumir la cercanía y el tácito respaldo del Papa. El Estado laico sufrió su peor revés desde que se estableció como principio constitucional. En la dicha inmensa de la procuradora general de la República se resume esa contradicción. La encargada de perseguir a los infractores, representante al fin de una ley que no ha de subordinarse a fe alguna, lucía radiante por la ceremonia instantánea que bendijo su medallita. La procuradora, formada en escuelas de legionarios de Cristo y del Opus Dei, la antigua colaboradora del más extremista de los conservadores que han llegado a la Suprema Corte de Justicia, brillaba con emoción adolescente. Después de hacer fila por algunos minutos, abrió nerviosa la cajita que contenía una imagen. El Papa ofició su magia y la bendijo. Tras las palabras y los gestos papales, el metal habrá trasmutado místicamente su esencia y protegerá amorosamente a su propietaria. A eso ha llegado la claudicación del Estado mexicano: convertir la superstición en ceremonia oficial.
El Presidente se había desplazado con buena parte de su gabinete al extremo norte del país para estar otros segundos con la cabeza de su iglesia. Había que despedirlo en la escalinata de su avión. Era una nueva genuflexión de los devotos que nos gobiernan. Frente al Papa, Peña Nieto fue incapaz de hablar con la dignidad del jefe de un Estado laico, de defender la neutralidad de nuestro orden jurídico, de hablar desde la identidad ciudadana y no desde su fe. Transmitió el mensaje de que México entero tiene una sola religión. Se usaron recursos públicos para la promoción de una iglesia. Advertirlo no es intolerancia jacobina. Las autoridades civiles tienen el deber de cuidar la neutralidad del poder público porque es la única manera en que el Estado puede ser de todos. De quienes comparten la fe de la mayoría, de quienes tienen otra fe, de quienes no tenemos ninguna. Las reverencias de la clase política simbolizan el desprecio de nuestra diversidad. Más grave aún cuando esa ofensa proviene de quienes tienen por encargo perseguir con imparcialidad a quienes violan la ley.
Los mensajes del Papa fueron lo suficientemente ambiguos para no incomodar a nadie. Si el gobierno estaba preocupado por lo que pudiera haber dicho el Papa, respiraron con alivio al escuchar su vacuidad. No escuchamos la voz de ese reformista del que muchos hablan sino la de un diplomático que agradece a sus anfitriones y que no los importuna con nada. Sólo pareció sincerarse frente a los suyos. El Papa peronista salió de Palacio Nacional en donde encontró a toda la clase política mexicana para pedirle a los obispos que no depositaran su confianza en los faraones actuales. Los personajes que llenan nuestras páginas de sociales ostentando todos sus lujos sentados en primera fila para escuchar los sermones de la piadosa austeridad papal. Oficiando para los privilegiados, denunció el privilegio.
Quienes tenían altas expectativas de su mensaje se llamarán a decepción. Los activistas que querían sumar al Papa a sus causas se indignarán por no haber escuchado la palabra que le exigían. El diplomático consiguió deslizarse hábilmente en las vaguedades para no volverse instrumento de nadie. No fue títere del gobierno como lo acusó Donald Trump, pero tampoco fue instrumento de los enemigos del gobierno. Habló con cierta ligereza de la corrupción, de la violencia, de los sicarios. No habló de la pederastia de su iglesia ni del caso más emblemático de nuestra barbarie.
A pesar de todo ello hay algo que me parece refrescante en su discurso. No es necesario compartir su fe para apreciar la pertinencia de algunos de sus llamados. Decía el historiador inglés Tony Judt que el mundo se había acostumbrado a expulsar la discusión moral de la deliberación pública. Denunciamos el derroche, pero no la perversión. Discutimos cuánto cuestan las cosas y hemos dejado de considerar si son buenas o malas. Por eso sería un error dejar de escuchar lo que dijo el Papa sobre esa cultura de lo desechable que descarta a tantos mexicanos. Que los ignora, que los olvida, que no los ve. Un país que camina sobre cementerios clandestinos podría poner atención a una idea primordial: nadie es desecho, todos somos necesarios.
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