Más allá del lugar común, ¡qué calor!
Cuánto agobio por el calor, lo primero que decimos cuando llegamos a cualquier lugar es: “¡Qué calor! ¡Siento que me derrito!”. Y es verdad, prácticamente se nos deshacen las ganas, la fuerza, el ánimo, nuestro cuerpo protesta ante los 40 grados centígrados y un porcentaje elevado de humedad relativa en el aire.
Usamos bloquedores, nos ponemos mangas o guantes para conducir, traemos la botella de agua cargando para todos lados, usamos los abanicos de mano que nos regalaron, desempolvamos los sombreros, en fin, queremos evitar por cualquier medio sentir la incomodidad que el calor nos genera, no digo que esté mal, sólo pienso en quienes no tienen posibilidad alguna de hacerlo: el señor que vende frutas en una esquina, los barrenderos, los repartidores de cualquier producto, los albañiles, los pepenadores, los agentes pedestres de vialidad, los hombres y mujeres del campo. La peor parte la sacan, como siempre, los que menos tienen, el resto a veces ni lo siente.
Laura se sube a su camioneta, el termómetro marca 39 grados, prende el aire acondicionado, en cuestión de instantes empieza a sentir frío. Ignacio tiene 30 minutos pedaleando en su triciclo, son las tres de la tarde y sabe que tardará otro tanto en llegar a su casa, va pensando en el camino lo bueno que sería poder darse un baño con agua fresca, lo malo es que en su casa no hay regadera y no hay agua. Laura llega a su casa y lo primero que hace es encender la refrigeración, luego se sirve un vaso lleno de hielos y un poco de limonada, sabe lo terrible que sería no tener esas comodidades, el solo pensamiento la abruma y por eso lo descarta. Ignacio llega a su casa, revisa si llenaron el tinaco que le regalaron la elección pasada, prende el viejo abanico, que ya hace mucho ruido de tanto usarlo, va y busca algo de beber, le sabe a caldo el agua, piensa en lo bueno que sería vivir en otras condiciones y es tan bueno el simple hecho de imaginarlo que se queda ahí, en la ensoñación.
Desgraciadamente la desigualdad de las circunstancias aflora hasta por la temperatura, si hace mucho frío por lo gélido, si hace mucho calor por el agobio infernal que se experimenta. Conocí el caso de una familia que dormía todas las noches en la azotea de su casa, con los riesgos que eso significa, un mal paso, las picaduras de los moyotes, las cucarachas rondando y la incomodidad de la dureza del lecho improvisado.
Esto me da pie para meditar en el concepto de bienestar, en el montón de comodidades que nos ha dicho la mercadotecnia debemos tener para que nos sintamos parte de ese mundo de privilegiados cuyo agobio no está en las condiciones climáticas sino en las cuentas por pagar.
¿Podríamos los seres humanos avanzar y madurar si todo es a la medida de lo que necesitamos? Un poco de frustración pudiera ser el mejor maestro, el que nos da temple, el que nos permite tolerar los sinsabores de la existencia, porque queramos o no la vida es una carrera que enfrenta a lo que deseamos y no tenemos, a lo que necesitamos y no resolvemos, a lo que anhelamos y no conseguimos.
San Francisco bien decía: “Necesito poco y lo poco que necesito lo necesito poco”. Cuando logramos liberarnos de esas 'necesidades' que nos esclavizan es como si de pronto nos abrieran la puerta de una jaula en la que estábamos encerrados. Tampoco es que la invitación sea a la mortificación de las incomodidades como expiación. La convocatoria es a fluir con la vida, en este caso, a aceptar el calor y agradecer que lo sentimos, eso quiere decir que estamos vivos; que no haya enojo en medio de la frustración, que el mal genio lo dejemos de lado y que busquemos el aire fresco para nuestras emociones en el trabajo que empeñemos en transformarnos para ser más solidarios, más generosos y más humildes.
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