Venerar un documento no supone respetarlo. Reformar leyes al mayoreo no implica fortalecer el imperio de la ley. Cambiar una y otra vez las reglas no mejora el juego, con frecuencia lo complica o anula.
Vienen esas ideas a la cabeza porque modificar la Constitución al ritmo de la ocurrencia o la urgencia no articula, desarticula el documento; radicalizar leyes sin aplicarlas no surte ningún efecto; elevar programas a rango de ley sin considerar el impacto presupuestal es demagogia; convertir reglamentos en instrumentos de recaudación no habla de un país ansioso por perfeccionar su régimen jurídico, sino hundido en la incapacidad de establecer qué quiere y qué puede.
En esas andan legisladores y gobernantes. Modifican y modifican leyes hasta convertirlas en mazacotes difíciles de aplicar y, cosa absurda, se acongojan al ver el resultado. El colmo es, cuando en su respectivo foro, unos y otros engolan la voz para informar cuántas leyes cambiaron, parados en la realidad de siempre.
Es ilusorio pensar que, ahora, al conmemorar la Constitución, los políticos reflexionen sobre la inutilidad de reformar y reformar leyes. Es ilusorio, pero gastarían menos papel, tinta y saliva. Con que actuaran o gobernaran un poquito sin hacer de cada pequeño acto el gran acontecimiento del siglo, quizá, el país avanzaría.
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De a tiro por año, gobernantes y legisladores reforman este o aquel otro artículo constitucional y el ejercicio lo presentan como un hecho consumado. Luego, al advertir su nulo efecto, pretenden corregir el error, reformando la reforma. Resultado, una paradoja: sólo desarticulan el documento fundamental.
Ejemplos sobran. El más elocuente quizá, el de la celebrada reforma electoral hecha en canje de la reforma petrolera. La primera ya se quiere re-reformar porque, obviamente, fue hecha con los pies sobre las rodillas. La segunda, en el capítulo correspondiente a Petróleos Mexicanos y a causa del mercado, tuvo el efecto contrario al pretendido: es menester recapitalizar a la empresa, siendo que -se decía- la reforma la fortalecería, haciéndola competitiva. Nomás que no hay mercado, y la productividad está en los suelos.
Viene en camino la reforma del artículo 115 con el propósito de establecer el mando único o la creación de las policías estatales a costa del sacrificio de las municipales. Nada de pruebas, urge. No hay certeza del resultado en la estructura de gobierno ni en el terreno de la seguridad pública, pero gobernantes y legisladores están más que dispuestos a mover el texto. Bajo la divisa del qué más da, se va a manosear de nuevo el texto constitucional.
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Grave que, a partir de ocurrencias, buenos deseos, caprichos o planes sin sustento se desarticule la Constitución, lo mismo ocurre con otras partes del cuerpo legal: se radicalizan castigos y sanciones en el papel, al tiempo que se relaja la prevención y la persecución de los delitos. ¿Qué caso tiene radicalizar castigos, si la subsecretaría de prevención del delito es una oficina vacía o caja de pago de compromisos políticos?
La lógica de ese ejercicio es increíble. Hay secuestros, elévese la pena aunque se capture a muy pocos plagiarios. "Ordeñan" los ductos, declárese grave el delito aunque la acción se limite a reparar los ductos rotos sin apresar a quienes los perforan. Hay piratería, refórmese la ley para perseguir de oficio el ilícito aunque, en la práctica, la autoridad apenas mueva un dedo.
Si la radicalización del castigo por privación ilegal de la libertad se aplicara, el sistema carcelario sería un desastre mayor al que es. Con poner en la cárcel a los secuestradores y con que las cárceles las gobernara la autoridad y no el crimen, sobraría modificar leyes.
El abatimiento de la impunidad fortalece las leyes; la reforma de leyes inaplicables fortalece la impunidad.
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Nueva tendencia en la maquila de leyes al mayoreo, elevar programas sociales a rango de ley.
Poco importa si las finanzas públicas resisten el peso de la obligación y, entonces, los políticos sienten trascender en la historia por el solo hecho de convertir en ley un programa que, a saber, si no llevará a la quiebra o al endeudamiento. Desde luego, muchos de esos programas valen la pena y son derechos, pero no se puede legislar sin considerar la salud financiera del régimen económico.
Así, sin importar el impacto presupuestal, la ayuda a los adultos mayores, el médico en tu casa, las becas pasan a engrosar hasta la obesidad el cuerpo legal que, a la postre, lo debilita.
Ahí está el derecho a la salud: consagrado en la Constitución, negado en la realidad.
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Otra vertiente, modificar reglamentos muy poco aplicados. Tal es el caso del nuevo reglamento vial o los parquímetros en la capital de la República. Simples instrumentos de recaudación, disfrazados bajo la pretensión de generar una nueva cultura cívica.
Con la boca llena, el gobernante declara cumplido el propósito de no elevar impuestos, pero por la puerta de las sanciones o la renta del espacio público se allega recursos, jurando que su propósito es otro. En los hechos, las fotomultas y los parquímetros que concesionan a particulares la obligación del gobierno y reprivatizan el espacio público son instrumentos de recaudación donde el gran ganón no es el gobierno capitalino como tampoco la comunidad, sino el concesionario.
En la colonia Condesa, por ejemplo, se "rescató" el espacio público de los franeleros. Se rescató de los franeleros y se le entregó a los concesionarios. Ahora, el automovilista paga doble -al franelero con su trapito y al empresario con su parquímetro- sin obtener ninguna garantía sobre el vehículo, y el vecindario nomás no ve su beneficio.
El espacio público se re-reprivatizó, la comunidad peló los ojos y el gobierno recibió una propina.
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Viene la sentida conmemoración de un aniversario de la Constitución de 1917 que ya no es de 1917, ¿habrán pensado gobernantes y legisladores en dejarla en paz por un ratito?
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