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SAÚL ROSALES

Tengo literalmente a la mano, para dejarlas reposar donde ahora yacen o para llevarlas a bordo de la mano a uno u otro espacio de mi casa, unas piedras que son para mí especiales; sí, a pesar de ser piedras, pedazos compactos de tierra para mí son preciosas. Son mensajes que en mi narcisismo considero recados de la Tierra dirigidos a mí.

Colecté esas piedras como reliquias, como muestras de la majestuosidad de la Tierra (perdonen la merecida mayúscula) que me emociona; suelo y subsuelo, mar y epicentro, tierra, pues, generosa dadora de vida, de alimento para todos los sentidos en sus montañas, sus desiertos y sus océanos.

Hablo de mis piedras porque en la temporada navideña en general el espíritu se reblandece. En los medios tratamos temas amables. Supuestamente nos sentimos colmados de amor al prójimo -para decirlo con terminología de la cultura dominante- y asumimos, con no poca hipocresía, las atmósferas de misericordia y cordialidad; hermosas palabras del corazón -en latín cor, cordis- que suponemos que nos insuflan el alma.

Total, tengo para satisfacer mi vista y mi alma y aun mi tacto, entre otras diversas piedras, una de tezontle, varias de mármol, una que parece de sales y dos que me son más apreciadas, de obsidiana. En el patio yacen no pocas de las infinitas piedras que se alzan en suaves turgencias formando nuestros cerros del sur. De éstas no hablaré ahora. Me solazo mirando aquéllas porque, decía, para mí son íntimos mensajes.

Reitero que vengo hablando de esto porque en la actual época de cordialidad (cor, cordis, corazón), la prensa se abarrota de textos en los que el espíritu humano recupera su, precisamente, cordialidad, su amor, su solidaridad, su conciencia de que con-vive y de que, si no en este momento, en cualquier momento su yo será el otro.

He redactado digresiones pero vuelvo al tema, al de las piedras, que por cierto es tan grandioso que merecería que lo digitaran otras manos. Mencioné el cacho de tezontle recopilado en mi casa. Es un trozo lítico, rojo homérico, de porosidad incontable. La aprecio porque me lleva a nuestro pasado prehispánico, a la presencia del rojo hemático vital, al torrente de la sangre, a la sangre que se expone a nuestros sentidos como se exponía durante los sacrificios humanos en los altos templos de las pirámides.

Pero no es la, según nuestra alta cultura, crueldad, lo que me seduce, sino la fuerza telúrica que inyectó visión, fuerza, delicadeza, inspiración a los escultores aztecas que tallaron la maravillosa, inmensamente maravillosa escultura de Coatlicue, no en tezontle pasajero, sino en fuerte perdurabilidad lítica. Para decirlo con llaneza, esculpieron belleza en la resistencia y la inmortalidad de una piedra de infinito. Allá me lleva mi trozo de tezontle.

En contraste con el rojo sangre-homérico y la porosidad incontable del tezontle contemplo las piedras de blanco mármol que pepené en tiraderos marmoleros de carreteras comarcanas de Gómez Palacio. El tezontle no es de nuestra región pero sí el abundante mármol, por eso gozo la compañía de numerosos trozos, manuales unos, pesados ornamentos los otros.

También de nuestra región es una piedra que no rebasa la palma de mi mano con su blancura brillante de sales o no sé qué elementos telúricos. Parecería que la puede desmoronar el tacto más no hago la prueba. Su presencia geológica con modestos destellos de leche, oro y crepúsculo es un regalo cotidiano para mis ojos, así que mejor se quede allí.

Mis otras piedras son de obsidiana, brillo negro y mentida transparencia hacia un fondo también de oscuridad infinita. La obsidiana fue compañera de nuestros ancestros como arma, como instrumento doméstico y como ornamento por sus filos, sus destellos y su negra vidriosidad. Poesía y yo las acarreamos desde Tequila.

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