— Santo Tomás Moro
Al arrancar 2016, como todo principio de aventura humana, resurge la esperanza; yo la tengo en la ciudadanía, porque no puedo sufrir más decepciones al colocarla en los gobernantes; aunque creo en los milagros, en ese rubro soy escéptico.
En 1516, es decir, hace justo 500 años, Tomás Moro publicó un libro que sería almohada de muchos soñadores y carcajada de políticos; "Libellus" que llevaba como subtítulo
Utopía es una comunidad pacífica, con un sistema de propiedad común de los bienes, sin relaciones conflictivas entre sus habitantes; sus autoridades son determinadas mediante el voto popular; la obra describe una sociedad idealizada.
De esa obra podemos extraer cuatro funciones: La orientadora de una sociedad imaginaria y perfecta que ofrece reformas reales, no políticas y dañinas, además de encauzar la tarea organizadora de los políticos. La apreciación valorativa que permite reconocer los principios fundamentales de una comunidad. El sentido crítico que compara al "Estado Ideal" con el real, confrontando esquemas de justicia y bienestar social que aún restan por alcanzar y, sobretodo, el sentido esperanzador por el que hoy, en pleno siglo XXI, consideremos al ser humano, esencialmente un ser utópico.
Independientemente del aspecto ficticio, imaginario y hasta de imposible realización de la utopía, muchos de los conceptos de Tomás Moro se han realizado ya en algunas partes del mundo, no con la perfección que el Santo señala, pero sí con la cercanía suficiente para mantener la esperanza en un mundo mejor. Habrá que leer el libro.
Pasando a nuestra realidad actual, es evidente que todo ser humano debería tener un solo fin en su vida que se justificase por sí mismo; no varios fines, esos deberían utilizarse como medios para llegar a un verdadero y justificado fin; por ejemplo: en el caso del dinero y/o el poder, donde se confunden los fines con los medios, y con ello se corrompen las virtudes. La vida individual y, en especial, la vida en sociedad, debe tener como propósito firme alcanzar la felicidad. Aristóteles da las claves para que lleguemos a ella; sintetiza la vida del ser humano en ese único objetivo, y ofrece el secreto para llegar a él. En su Ética a Nicómaco, explica cómo ha de actuar el ser humano para llegar a la felicidad, a la verdadera felicidad, y creo que este es un fin totalmente válido para cualquier persona; sea pobre o la más poderosa del mundo; Aristóteles sigue siendo actual.
Enseguida el Estagirita nos ofrece un camino a y sobre la felicidad; nos invita a practicar virtudes como la prudencia, la amistad, la solidaridad y la participación en la polis, ellas son medios por los cuales se ejerce la felicidad, y todos ellos nos pueden ayudar a mejorar nuestras vidas en el siglo XXI. Si hay una constante, es el cambio social, pero quienes no cambiamos somos los miembros que conformamos las comunidades; seguimos siendo el único animal social por naturaleza con el don de la palabra; mantenemos la capacidad de razonar y elegir.
Destaca que la virtud ética procede de la costumbre y es aquella que perfecciona y moldea nuestro carácter, es determinada por la razón y por ello será lo que decidiría el "hombre prudente".
Los prudentes guardan silencio cuando deben y no se excitan cuando alguien no concuerda con su visión del mundo; en cambio, los coléricos son excesivamente precipitados y se irritan contra todo y por cualquier motivo. Medea grita: «Conozco la maldad que voy a cometer, pero mi pasión es más fuerte que mis propósitos.» Siglos después San Pablo va a repetir esa tentación: «Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero.» Entonces el tirano culpa a la divinidad o a la suerte de sus acciones:
La construcción de una obra suntuosa, por ejemplo, un teleférico; un lujo en una ciudad necesitada de indispensables, es más que un gasto grande; es una construcción ambiciosa que demuestra que es el acto más egoísta con el que un político personalista demuestra su influencia y poder sobre las masas. Estas actitudes ilustran un sistema político en plena decadencia y cuyo tirano decide fabricarse su propio mundo; un mundo al que falta lo principal, sus miembros, los ciudadanos que deben ser los beneficiarios y, al mismo tiempo, los principales aportantes de talento y felicidad de la polis. Porque cada persona debería aportar todo lo necesario en base a su capacidad para que el funcionamiento de la ciudad fuese el más adecuado camino a la plenitud.
En la práctica social, con respecto a la ira, se ubica al manso virtuoso: aquel que "se irrita por las cosas debidas; con quien es debido; cómo, cuándo y el tiempo debido, con un dinamismo vital que le condena a la acción cívica, dignificante y siempre dispuesto a edificar una sociedad justa". Sólo que enfrenta, en la otra cara de la moneda, al que no se encoleriza nunca, ni cuándo debe, ni con quien debe; un pusilánime con exaltación de necio apocado y asustadizo; en comunión con líderes intolerantes e intolerables; soportando con pasiva complicidad su miseria, dañando a otros cautivos como él, a quienes se les priva de sus derechos. Un crisol de injusticias que no es visto como tal por la incapacidad racional de los mandatarios públicos, quienes han creado un politicosmo cínico, tejiendo una historia de hipocresía y perversidad.
Promovamos pues el deber de justicia y caridad contribuyendo al bien común según la capacidad de cada uno y la necesidad ajena, impulsando y fundando organizaciones e instituciones ciudadanas que sirven para mejorar las condiciones de la vida del ser humano.
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