Don Abundio posee la socarronería del campo, pero es dueño también de su cortesanía.
Tenía yo poco tiempo de conocerlo -de esto hace mucho tiempo- y una tarde que fui a su casa lo encontré a gatas en el suelo, sirviendo de caballito a uno de sus pequeños nietos.
-¡Caramba, don Abundio! -le dije en son de burla-. ¡A su edad!
Sin levantarse me contestó:
-Dígamelo cuando sea usted abuelo.
Pasaron los años, cada uno más aprisa que el anterior, y un día don Abundio me vio a gatas en el suelo, gozoso caballito para mi nieta, que reía feliz. Pensé que el viejo me iba a asestar una de las frases más odiosas que hay en nuestra lengua: "Se lo dije".
Nada dijo. Pasó de largo con la vista al frente, como si no hubiera visto a la niña ni al caballo. Después, en la cocina, le dije para justificarme:
-Ya soy abuelo, don Abundio.
Me respondió con la frase de congratulación que se usa en el Potrero:
-Bien haiga.
¡Hasta mañana!...