Jean Cusset, ateo con excepción de cuando nació su primer hijo, dio un nuevo sorbo a su martini -con dos aceitunas, como siempre- y continuó:
-En su olvidado catecismo el buen padre Ripalda enumeró las obras de misericordia, siete que atañen al cuerpo y otras tantas que conciernen al espíritu. Entre éstas mencionó la que consiste en sufrir con paciencia las flaquezas de nuestro prójimo.
Siguió diciendo Jean Cusset:
-Al útil recetario de aquel pragmático buscador del Cielo añado este pensamiento: si somos benevolentes con las culpas de nuestro prójimo ¿por qué no ser también benévolos con nuestras propias culpas? Si se nos pide perdonar a los demás también se nos debería pedir perdonarnos a nosotros mismos. No debemos llevar con nosotros una carga de remordimientos. Eso pondrá pesadumbre en nuestra vida; la hará difícil de vivir. Perdonémonos nuestros errores. El buen perdonador por su casa empieza.
Así dijo Jean Cusset. Y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!...