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Rondan los ochenta años y sobreviven solas gracias a sus cultivos, que crecen en tierras altamente contaminadas, pero para las Babushkas de Chernóbil era más importante recuperar sus hogares que se vieron forzadas a abandonar hace 30 años por la explosión de un reactor nuclear.
Su dura vida cotidiana es lo que cuenta el documental “Las Babushkas de Chernóbil” en el que las estadounidenses Holly Morris y Anne Bogart han querido demostrar que para estas mujeres el gran drama no fue la radiación sino la pérdida de sus casas y de su medio de vida.
“La verdadera devastación para ellas fue separarlas de todo lo que amaban”, explica Morris antes de presentar su película dentro del Festival Documenta Madrid, donde se proyectó martes y miércoles.
Apenas quedan un centenar -y todas mujeres- de las 1, 200 personas que regresaron pocos meses después de que el Ejército ruso desalojara a toda prisa a unos 135, 000 habitantes de una zona de 30 kilómetros alrededor de la central de Chernóbil, situada en territorio ucraniano, pero cerca de la frontera con Bielorrusia. Los niveles de radiación siguen siendo elevadísimos y los médicos sólo se explican la supervivencia de estas mujeres por el hecho de que para ellas era mucho peor la angustia de estar lejos de sus casas, lo que también creen que es la razón de que la tasa de mortalidad sea mucho más alta entre las personas que se quedaron a vivir fuera de la denominada “zona de exclusión". Entre esos desplazados, los niveles de alcoholismo y depresión son enormes, resalta Morris, que hace hincapié en que las mujeres que decidieron regresar evitaron “la terrible angustia de estar lejos”.
Hannah Zavorotnya, Maria Shovkuta y Valentyna Ivanivna son tres de estas mujeres, que cuentan a la cámara con naturalidad cómo es su cotidianeidad. Pescan en aguas contaminadas, cultivan frambuesas o repollos en tierras con unos elevadísimos niveles de radiación o buscan setas que absorben el plutonio o el uranio del suelo.
Hace 30 años la explosión de un reactor de la central nuclear de Chernóbil destrozó sus vidas y sus sueños, pero para ellas era esencial regresar al lugar que las vio nacer y del que nunca antes habían salido.
“Amo mi tierra natal y mis tumbas”, afirma Hannah mientras siembra flores sobre la sepultura de su hijo, que murió de apendicitis cuando tenía dos años.
Y se ríe mostrando los huecos de su dentadura cuando simula caminar encorvada: “así andan los que vienen de fuera a visitarme”, asegura muy erguida.