Ganamos. Lo capturamos y está bien encerrado…. ¿Bien guardado?... ¿Y ahora qué hacemos? Ante el compromiso que la victoria implica nace la duda.
Atrapado el criminal, ¿hemos de truncar el proceso lógico y renunciar a cumplir con lo que sigue? El dilema es simple. Lo evidentemente sano es retener al reo, juzgarlo en México, sentenciarlo y consignarlo a la prisión más segura.
Pero hay demasiados fantasmas que rondan la cuestión, que detienen esta decisión, sencilla y evidente, enredándola, transformándola en un desafiante nido problemático.
La capacidad de retención. Nosotros nunca sabríamos retener a la presa que dos veces se nos ha escapado. Sus argucias siempre nos superarán. Ahora si que no tendríamos perdón de Dios.
Sería más inteligente entregar la presa a quienes la ajusticiarán mejor, a los que saben aprovecharla y condenarla a purgar su merecida pena en prisiones de más alta seguridad que las nuestras. Así, la victoria que nos hemos anotado quedaría firme, real y efectiva.
No nosotros. Es claro que no estamos a la altura de los que sí saben de los deberes del vencedor. Nuestra mermada condición nos lastra. La corrupción y el desprestigio que todo el mundo conoce. Nacimos para la derrota, no para el éxito.
No basta querer. Hay que querer poder. El dilema es hamletiano. La conciencia de imaginados infortunios que mancharían el incólume éxito obtenido nos acobarda. Atravesada la duda la fuerza fallece. El miedo se sobrepone, se esfuma el honor.
La autoridad vacila ante el temor del ridículo y se urden pretextos muy racionalizados para ocultar la íntima incapacidad para admitirla incluso ante la opinión pública. Se dice que no hay que exponerse al peligro de tomar las riendas de la situación. Los comentaristas abundan aconsejando cautela y extradición.
Aflora el verdadero machismo. El canto del himno nacional y los abrazos en la sala de la Cancillería se desvanecen en su mismo instante. El valentón sigue hasta que se enfrenta con la realidad.
Proponer que la aplicación de la justicia se haga afuera, en los tribunales de otro país, revela el miedo, la debilidad de carácter, la tendencia atávica de huir hacia el poderoso, el que hace tiempo se ofrece a salvarnos, sustituirnos, en la tarea que sólo a nosotros corresponde, de aplicar nuestras leyes e imponer retribución al que ha delinquido aquí, en nuestro país. Muertes, secuestros y demás horrores esperan nuestra respuesta, antes de las de otros agraviados.
Pero se aconseja dejar de lado la responsabilidad de la Nación por no poder ésta con ella. En el extranjero hay seguridad de justicia. Aquí no.
La ejecución por parte de los militares de toda la estrategia diligentemente diseñada, preparada y astutamente ejecutada a través de los servicios de inteligencia, fue ejemplar y merecedora del respecto que han cosechado las fuerzas armadas mexicanas.
Hay un severo contraste con la desconfianza ya aparentemente institucional contra la capacidad judicial y administrativa mexicana.
No hay lugar a duda. El reo debe ser procesado bajo las leyes mexicanas con aplicación de las penas respectivas. Decidir que es más sabio dejar a la autoridad norteamericana, supuestamente segura, equitativa e intachable, juzgar los horrores criminales cometidos en México es admitir y anunciar que la judicatura mexicana es irremisiblemente corrupta e desconfiable.
El gobierno no debe permitir que se dude del patriotismo y rigor profesional de cualquiera de las instituciones que lo componen. El alto deber que tienen de hacer bueno el sacrificio de las fuerzas del orden, es el mismo que compromete a los que ahora toca cumplir su misión judicial.
De no ser así, más valdrá dejar sueltos a los criminales, ya que de todas maneras ya viene la liberación de la marihuana, la de las mafias y que sigamos en el país de los asesinos, secuestradores frente a los perseguidos y las víctimas.
Al esfuerzo realizado por las fuerzas armadas mexicanas, que arriesgaron sus vidas en el cumplimiento de su alto deber, corresponde ahora la tarea no menos crucial de las autoridades judiciales que están obligadas con su lealtad a la Patria recoger el mismo grado de reconocimiento nacional.
Hay pues que corregir nuestras reprochables inercias y entender que el episodio del "Chapo" es ocasión para reparar lo negativo y renovar nuestro espíritu patrio.
Juliofelipefaesler@yahoo.com