El sexenio es una jaula. Nos impone un calendario que en nada tiene que ver con la dinámica del poder. El gobierno está herido de muerte y tiene todavía mucho tiempo por delante. Los índices de popularidad del presidente están por los suelos. La intensidad del rechazo también alcanza niveles desconocidos. Su partido sigue respaldándolo verbalmente, pero toma distancia de sus iniciativas. Acercarse al presidente parece una estrategia suicida. Por el contrario, desafiar al gobierno, oponerse a sus políticas, retarlo públicamente resulta ventajoso. No estamos simplemente frente a una crisis de popularidad presidencial. Estamos ante una severa crisis de gobierno. Una crisis que no tiene perspectiva de solución.
Arrastrar a un gobierno molido, cargar a un presidente de apoyos diminutos por dos largos años es, en nuestra condición, francamente peligroso. Vale advertir que no hay salida constitucional a este penoso proceso de desgaste. Estamos atados al período de los seis años. Si es cierto que, desde el cardenismo, pensamos la historia mexicana en sexenios, también es cierto que es la memoria de finales catastróficos. Largos finales catastróficos.
Algunos piensan que es posible el relanzamiento del gobierno. Creen que el presidente podría recuperar liderazgo con algún golpe de audacia. Sugieren una reconformación integral de su equipo, fantasean con una decisión atrevida que le permitiera fortalecerse frente a la clase política y a la opinión pública. Francamente no imagino el giro que le permitiera al presidente recuperar conducción. Más aún, creo que esos arranques presidencialistas tienden a ser contraproducentes. Recordemos los meses finales del gobierno de José López Portillo. Los "golpes de timón" suelen ser desesperados intentos de legitimación. Pueden elevar brevemente la popularidad del mandatario, pero sus consecuencias suelen ser funestas.
Débil, impopular, aislado, ridiculizado adentro y afuera, el presidente puede sentir en estos momentos la tentación de hacer algo visible, ambicioso, atrevido. Discrepo. Lo que debe hacer en los siguientes dos años es discreto, modesto, responsable. Discreto porque la imagen presidencial ha sufrido un desgaste profundo. El espectáculo de su informe fue lamentable. El intento de refrescar la ceremonia fue un fiasco. Los invitados al encuentro con el presidente resultaron más peñanietistas que Peña Nieto. Tenemos todo, gracias a usted, le dijo el primer participante en ese falso diálogo. Ya lo sabemos y lo debería reconocer el propio presidente: la palabra no es lo suyo. No tiene herramientas para expresarse con soltura, con fluidez, con argumentos. Someterlo a esas pruebas es exhibirlo. El foro público no es el espacio para la rehabilitación presidencial.
Puede concentrarse en tareas cruciales para el país que, sin embargo, pueden parecer modestas. No requieren anuncios ni arengas. Tampoco lo llaman a formar vastas coaliciones. Su tarea, a mi juicio, es cuidar las reformas que impulsó en la primera parte de su administración y componer sus errores. El peligro es que el desprestigio de este gobierno condene las reformas que impulsó. Los meses que quedan son fundamentales para asentarlas con firmeza, para vigilar atentamente su ejecución. No es claro que el equipo que lo rodea sea el indicado para esta tarea. Si los peñanietistas fueron eficaces legisladores, su falta de competencia técnica, su característica falta de probidad los hace pésimos gerentes de las reformas. No por ser improbable debería dejar de insistirse en esto: si algún cambio necesita la administración para el último tramo es precisamente el reforzamiento técnico y ético. Desafortunadamente las señales no son esperanzadoras. El nombramiento del nuevo secretario de Desarrollo Social carente de ambas prendas, parece muestra de que la lectura presidencial es muy distinta a la que hago aquí.
Muchas seducciones tientan a los presidentes al final de su gestión. Sentirse incomprendidos, creerse maltratados por una opinión pública ingrata, percibirse acosados los conduce con frecuencia a la osadía irresponsable. Cercados por un círculo de incondicionales pueden perder, como se vio hace unos días, el más elemental sentido de realidad. Con ella, con la realidad, tendría que reconciliarse el presidente. Su sitio en la historia no estará determinado por la elección de 2018 sino por la condición del país cuando entregue el mando.