La rabia era una de las enfermedades mayormente temidas por todos los habitantes del planeta en el siglo antepasado, no se conocía la manera de prevenir ni de curar la enfermedad, ni que germen la causaba, sólo sabían que toda persona mordida, arañada e incluso que había tenido contacto con la saliva de un animal enfermo sobre una herida, irremediablemente estaba condenado a morir con una de las enfermedades más crueles que el hombre pudiese contraer, siendo un virus el agente causal de la enfermedad que ni siquiera fue detectado por Louis Pasteur, que logró encontrar la vacuna sin saber que se trataba de uno de los virus más patógenos que existen, que hasta la fecha no se conoce tratamiento alguno contra la enfermedad.
Después de tres años de estar repitiendo, innovando, fracasando en su laboratorio experimentando con la vacuna antirrábica, llegó a inmunizar a un grupo de perros aplicando 14 inyecciones a cada uno y gracias a su tenacidad, perseverancia y que jamás claudicó después de miles de experimentos fallidos, obtuvo al fin los resultados esperados.
Así mismo, este gran científico francés, años atrás, produjo la vacuna contra el carbunco, enfermedad que causaba cientos de miles de muertes alrededor del orbe en el ganado ovino, caprino y bovino, también produjo la vacuna contra el cólera aviar, encontró la cura de la enfermedad del gusano de seda que dejaba pérdidas millonarias, evitó la quiebra financiera de la industria vinícola al evitar la putrefacción del vino con la pasteurización, nombre dado en su honor que hasta la fecha se sigue utilizando su metodología en leche y otras bebidas libres de gérmenes.
Corría 1885 cuando Louis Pasteur usó por primera vez la vacuna antirrábica con éxito en perros que se encontraba todavía en vías de experimentación, la noticia se difundió rápidamente. Un día, una madre angustiada tocó a la puerta de Pasteur, se trataba de la mamá de José, un niño de nueve años de edad que había sido mordido por un perro rabioso en 14 diferentes partes del cuerpo; desesperada, llevó a su hijo que se encontraba destinado a morir. En un principio, Pasteur se negaba a experimentar con el niño, la madre consternada argumentaba que su hijo de cualquier manera moriría a no ser que se hiciera algo extraordinario, fue entonces que la vacuna se aplicó por primera vez el 6 de julio de 1885 a un ser humano con éxito.
Al salvar la vida del pequeño José, la noticia dio vuelta al mundo de manera inmediata y Pasteur tuvo que dejar sus trabajos de investigación temporalmente para dedicarse por completo a la fabricación de vacuna antirrábica, que no se daba abasto para atender personas de diferentes países mordidas por perros rabiosos.
De Smolensko, Rusia, llegaron 19 campesinos mordidos por un lobo rabioso 19 días antes, algunos de ellos terriblemente mutilados estaban condenados a una muerte segura por los días transcurridos desde que fueron mordidos. Pasteur no comía ni dormía, hasta que se decidió a correr un riesgo enorme. En París, no se hablaba de otra cosa, por la mañana y por la tarde inyectaron a los rusos Pasteur y sus jóvenes ayudantes, Roux y Chamberland, para recuperar el tiempo perdido. Un clamor entusiasta se elevó, por fin, en honor a Pasteur, toda Francia, todo el mundo entero, entonó un canto de agradecimiento, la maravillosa vacuna salvó a todos los campesinos condenados, menos a tres, debido a sus terribles heridas.
Al regresar los campesinos a Rusia, fueron recibidos con el respeto que inspira a los enfermos desahuciados curados por un hombre milagroso. El zar de Rusia envió a Pasteur la cruz de diamantes de Santa Ana y cien mil francos para empezar la construcción del edificio de la calle Dulot, morada de los más eminentes científicos y ahora conocido como Instituto Pasteur.
Con motivo de su septuagésimo aniversario en 1892, le fue entregada la medalla de oro celebrada en la Sorbona de Paris. Se presentó una hermosa apoteosis cuando Pasteur se dirigió al público, que las paredes del recinto temblaban de las ovaciones, pero ya no tenía aquella voz con la que había tenido tantas discusiones apasionadas con sus detractores, y fue su hijo quien leyó el discurso, palabras que por cierto fueron las últimas que se escucharon como un himno a la esperanza.
"No os dejéis corromper por un escepticismo estéril y deprimente: no os desalentéis ante la tristeza de ciertas horas que pasan sobre las naciones. Vivid en la serena paz de los laboratorios y de las bibliotecas. Preguntaos primero: ¿Qué he hecho por instruirme? Y después, a medida que vayáis progresando: ¿Qué he hecho por mi patria? Hasta que llegue el día en que podáis tener la íntima satisfacción de pensar en que habéis contribuido de alguna manera al progreso y al bienestar de la humanidad".
De esta manera, recordamos con esta sencilla columna a un gigante de la Humanidad a 131 años de sus más grandes legados.
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