Me encontraba en la Rectoría de la Universidad Juárez en la Ciudad de Durango, estaba realizando los trámites para presentar mi examen profesional para Médico Veterinario Zootecnista. Me daban fecha para el 25 de noviembre de 1978, tenía cuatro meses de haber egresado de la facultad y esperaba nervioso el nombre de los sinodales.
La terna la designaba Rectoría en un orden establecido, eran médicos veterinarios maestros de la facultad, y de acuerdo a la especialidad que tenía cada uno, serían las preguntas del examen profesional, bueno, eso era lo más lógico de suponer, y así casi siempre sucedía. Recuerdo que al darme por escrito el nombre de los tres sinodales, antes de ver la hoja, sólo deseaba que no apareciera el maestro de bioquímica, materia que fue mi dolor de cabeza durante la carrera.
Afortunadamente, me dieron el nombre de tres médicos que impartían las materias de Zootecnia de bovinos, Dr. Pámanes; Clínica de aves, Dr. Rubio, y Clínica de porcinos, Dr. Gutiérrez. Me dio tal gusto que invité a todos los que estaban ahí presentes a la comida, era una tradición de los veterinarios que quien sustentaba examen profesional preparara un gran banquete para maestros, compañeros y familiares.
Enseguida, me dieron instrucciones para el protocolo del examen profesional. El día anterior al examen, debía de presentarme en Rectoría para recoger el libro de actas, la carpeta de la universidad, un especie de mantel verde que se coloca en la mesa del jurado, dos ánforas de plata, parecían recipientes para servir té de unos veinte centímetros, una de ellas tenía sobre su tapa una enorme letra A, (aprobado) y la otra ánfora la letra R (reprobado), también me entregaron seis especies de monedas también de plata, tres con la letra A muy resaltada y tres con la letra R.
Éstas se utilizaban para que el jurado diera su veredicto, cada sinodal recibía dos monedas, una con la letra A y otra con la R. Al finalizar el examen, las depositaban en la ánfora que correspondía: si el sustentante resultaba con tres monedas con la letra A, estaba aprobado por unanimidad, con dos aprobaba por mayoría. Y desafortunadamente, dos monedas con la letra R, significaba reprobado.
Recuerdo que era sábado el 25 de noviembre, por todos los preparativos parecía el día de mi boda, habían llegado familiares y amigos desde el día anterior a la Ciudad de Durango y se encontraban instalados en el hotel, la mayoría provenía de la Ciudad de Torreón y de México.
Al estar anudando la corbata temprano en la mañana preparándome para ir al examen, repasaba mentalmente las enfermedades, tratamientos y calendario de vacunas del ganado porcino, las formulas nutricionales de las diferentes etapas de crecimiento, el número de metros cuadrados que necesitan los bovinos en un corral de engorda y las enfermedades de los becerros. Las aves no me preocupaban, había hecho mi tesis en esa especie y el titular de la cátedra de aves había sido mi asesor, era con el sinodal que más seguro me sentía.
No dejaba de preocuparme las preguntas encaminadas a la bioquímica de la fermentación del alimento en el rúmen o el despeje de formulas de los carbohidratos, es tan extensa nuestra profesión que empecé a sentirme nervioso. ¿Y si repruebo el examen? Me preguntaba, cómo se los diría a mis padres.
Afortunadamente, en ese momento, llegaron ellos con mis hermanos a la casa donde vivía en la Ciudad de Durango y una vez más se apoderó de mí el optimismo, pues siempre tuve el apoyo de ellos. Empezaron con la elaboración del banquete, vi unas enormes cazuelas de barro para la preparación del exquisito mole poblano, acompañado de un arroz suculento que hacía mi madre, mis compañeros amablemente se encontraban haciendo la limpieza de la casa y otros se acomedían en la cocina. Mientras me despedía para irme al examen, mis padres me daban la bendición y mis compañeros que ya habían pasado por lo mismo, me decían una vez más: No te quedes callado en el examen, habla de cualquier cosa, pero habla, y verás que todo saldrá bien.