Pedir perdón desde el poder es toda una osadía, demanda humildad, don de rectificación e inmediata actuación para reparar el daño o el agravio cometido.
El lunes pasado, echando mano de ese último recurso -que aplicado en su riqueza política exhibe grandeza, pero que usado en su miseria retórica revela pequeñez-, el presidente Enrique Peña Nieto pidió perdón a la nación. A su parecer, la información difundida sobre la Casa Blanca causó gran indignación y él, al menos en materia de percepción, cometió un error.
"No obstante que me conduje conforme a la ley -aseguró-, este error afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial y dañó la confianza en el gobierno. En carne propia sentí la irritación de los mexicanos. La entiendo perfectamente, por eso, con toda humildad, les pido perdón".
La generosidad y la disculpa presidencial no alcanzaron, sin embargo, a Carmen Aristegui que, en la equivocidad de la relación de gobierno y concesionarios de medios, también resultó lastimada junto con su equipo y auditorio. El hecho asombra. Si de hablar de espejos se trata: el daño no derivó del reflejo del objeto, sino del objeto reflejado.
Cuando, desde el poder, se pide perdón no caben cláusulas de exclusión. Pese al comprensible malestar del jefe del Ejecutivo ante la periodista, reivindicarla era acreditar con contundencia el vivo deseo de corregir el error, de enaltecer (reparar) la investidura presidencial y de rehabilitar la confianza en el gobierno. En fin, se dejó ir esa oportunidad.
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El que no acompañaran o siguieran al dicho presidencial acciones en respaldo del giro supuesto en el pronunciamiento, lleva a considerar el cuadro donde el mandatario solicitó ser perdonado.
La petición ocurre a mes y medio del resultado electoral que cifró en el voto el hartazgo frente a la corrupción sin importar el sello partidista, pero con dedicatoria tricolor; en el marco de la impresionante desaprobación a la gestión presidencial; cuando el malhumor social adquiere tinte de sublevación; ante la urgencia del mandatario por reposicionarse en lo personal, lo institucional y lo partidista, dada la precipitación del juego sucesorio; y frente a la imposibilidad de promulgar el Sistema Nacional Anticorrupción sin hacer referencia obligada al asunto, la Casa Blanca, que le ha costado el gobierno a la administración.
Si razones tan pragmáticas y, a la vez, legítimas como ésas motivaron al mandatario a emplear ese último recurso, pues, el discurso vale para la ocasión y, entonces, ni qué más esperar.
El perdón apelaría al olvido, pretendiendo vestir de gala la oratoria recosida.
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Más allá de esa posibilidad, si el ánimo de pedir perdón radica en una profunda reconsideración presidencial sobre la urgencia de alejar al país de la ruta del desastre por donde camina y reconstituir el tejido de las relaciones políticas, sociales, económicas e, incluso, diplomáticas, a fin de conjurar la amenaza de un colapso nacional, justo al elegir al próximo presidente de la República, faltan entonces las acciones inmediatas que sustantiven el dicho.
Puede parecer descabellado e incluso impertinente exigir acciones, a unos días de la solicitud de perdón. Quizá, pero ante la delicada situación que en múltiples campos y frentes el país encara y ante la reiterada promesa de un mejor mañana que nunca llega, hoy, la velocidad sí cuenta. Cuenta tanto que puede adquirir el valor de la variable determinante. Así son las emergencias.
Si esta vez se quiere evitar que la distancia entre palabra empeñada y acto consecuente arrumbe el discurso en el cajón de la oratoria reciclable, es menester acortarla cuanto antes.
Además, es preciso correlacionar, compatibilizar y coordinar una acción gubernamental con otra para acreditar que no es aquí o allá donde sólo la reconsideración aplica, sino que el afán de reparar el daño hecho a la investidura presidencial y a la confianza en el gobierno abarca no sólo a la Casa Blanca, sino al hogar del conjunto de los mexicanos.
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El mandatario no puede sujetar las acciones que sustantiven el perdón solicitado al ritmo y paso tradicional.
En favor de la acción, debe desechar el calendario y la liturgia acostumbrada. No aguardar al período ordinario de sesiones, al informe de gobierno, al nombramiento de los funcionarios para actuar. Si el próximo secretario de la Función Pública será un auténtico secretario de Estado y no un pelele rentable, el presidente Peña Nieto no tiene por qué ocultar su nombre hasta que los senadores se reúnan. La nación tiene derecho a saber de quién se trata, como también quién encabezará la Fiscalía Anticorrupción. Jugar a los secretos sugiere que no hay tanta prisa y que, de nuevo, el canje, la transa o la cuota determinará el perfil del hombre o la mujer al puesto, y no la necesidad y el interés nacional.
Si, como es evidente, el equipo presidencial no responde a la circunstancia, es preciso ajustarlo. No esperar al sagrado informe para, con más solemnidad que seriedad, dar a conocer a los nuevos integrantes del gabinete. Si instalar mesas responde a una vocación política y no a una de muebleros, se precisa un diálogo con resultados que desmantele los plantones que bloquean las arterias económicas del país, como son las carreteras. Y, desde luego, es hora de emprender acción firme contra quienes han hecho del saqueo el reino de su felicidad impune.
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¿Por qué el mandatario tardó más de año y medio en hacer lo que el sentido común recomendaba? Ni caso preguntarlo. Lo cierto es que ha solicitado perdón, de sus acciones consecuentes depende conseguirlo. En la distancia entre palabra y acción, se sabrá qué significa pedir perdón desde la Presidencia de la República. Corren los días.
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