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Poder público, patrimonio privado

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En una república democrática representativa, la fuente del poder ejecutivo es la ciudadanía, ese cuerpo social conformado por todos los hombres y mujeres mayores de 18 años que habitan un municipio, estado o país, y que cuentan con la nacionalidad de este último. De la legitimidad y legalidad de una elección emana el mandato constitucional que confiere a ese poder dos cualidades básicas de su naturaleza: su carácter público y su temporalidad. Quien ejerce un cargo de elección popular está dotado de un poder constreñido por esas características.

Un alcalde, un gobernador, un presidente es un funcionario cuyo ejercicio está sometido, por derecho y obligación, al escrutinio público en virtud de que es un administrador transitorio de los recursos o bienes de la sociedad organizada en Estado. Estos recursos o bienes pueden ser monetarios -el erario-; muebles o inmuebles -calles, edificios, monumentos y vehículos-, o intangibles -la información-. El uso privado de éstos no sólo va en contra de la naturaleza de los mismos y del propio ejercicio del poder público, sino que está penado por las leyes. Sin embargo, en México, como en otros países, aún se encuentra muy arraigada la costumbre de concebir al poder público como patrimonio privado. Y esto es perceptible desde el lenguaje que un gobernante utiliza, pero abarca todo tipo de desviaciones que en conjunto conforman el cuadro que definimos como corrupción política.

Es de llamar la atención la naturalidad y frecuencia con la que muchos políticos muestran una visión patrimonialista del poder público en sus discursos. Son muy comunes frases como: "Yo hice, yo planee, yo construí"; "de esto me encargo yo"; "voy a comprar, voy a vender, voy a concesionar". Pero el lenguaje no es lo más grave, sino lo que se esconde detrás de él, aquello que ocurre en las sombras que no alcanzan a ser iluminadas por la transparencia, o en la forma en la que se administran los bienes y recursos de todos, incluida la información. La retórica es apenas la parte más visible del patrimonialismo en el funcionariado de la República.

En el fondo, quien administra los bienes y recursos públicos se desempeña como si éstos fueran suyos, es decir, los enajena del colectivo, a quien pertenecen, para hacer un uso, en la mayoría de los casos, discrecional de ellos. Esta situación es consecuencia de que el colectivo -que lejos de la abstracción significa el conjunto de ciudadanos de pleno derecho, votantes, representados, usuarios y contribuyentes- no reclama la propiedad pública de esos bienes y recursos. Y como ocurre con cualquier cosa que no es reclamada por nadie, alguien termina apropiándose de ella y ese alguien será quien se encuentre más cerca, en este caso los funcionarios.

Un análisis sencillo de la realidad permite identificar la fenomenología de los efectos de esta actitud viciosa. Son situaciones que se han visto a lo largo y ancho de la República, en los tres niveles de gobierno. Endeudamiento excesivo. Cuentas públicas sin justificar. Obras sobrevaluadas y de mala calidad. Proveedores y contratistas privilegiados. Cobros de comisiones extralegales. Concesiones innecesarias y manipuladas. Faltantes en el tesoro público. Venta de bienes públicos. Tráfico de influencias. Conflictos de interés. Nepotismo. Abultamiento de nóminas. Pago de favores. Beneficios gremiales. Uso de dinero público para financiar redes clientelares. Compra de votos. Aumento exponencial de la riqueza de políticos y funcionarios. Abusos de autoridad. Ocultación de información. Uso propagandístico de espacios contratados para comunicación social. Y un largo etcétera.

Pero la visión patrimonialista no se queda en el manejo de los bienes y recursos, sino que determina también la postura que los gobernantes asumen frente a la crítica. Es lógico que si un alcalde, un gobernador o un presidente cree que aquello que la ciudadanía puso en sus manos temporalmente para que lo administrara le pertenece y puede hacer con él lo que le venga en gana, la soberbia y la intolerancia sean las reacciones comunes frente a los que señalan y cuestionan su desempeño. Incluso, es común que asuman como un asunto personal las críticas que tienen que ver exclusivamente con su función pública.

Lo peligroso de esto es que de la misma forma que se sienten con la facultad de disponer de los recursos del Estado como mejor les convenga a ellos y a sus grupos o partidos, tienen la posibilidad de usar ese poder contra quienes consideran sus "enemigos" por el simple hecho de no recibir de ellos los aplausos por cada acción de su gobierno. Para el que ejerce una visión patrimonialista del poder no existe otra lógica que la de "si no está conmigo está contra mí", lo cual termina por socavar aún más el estado de derecho.

La única forma de acabar con este uso del poder público como patrimonio privado es el fortalecimiento institucional y el "empoderamiento" ciudadano. En la medida en que los ciudadanos se movilicen para vigilar la función pública e incorporarse a la toma de decisiones de la política en el mejor sentido, se irá acotando el espacio para los funcionarios que siguen creyendo que lo que administran temporalmente y por mandato constitucional es de su propiedad.

Twitter: @Artgonzaga

E-mail: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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