Una de las peculiaridades históricas del Estado mexicano ha sido su dimensión cultural. Ningún otro país de América Latina y no muchos en el mundo tendrán la infraestructura cultural mexicana. Museos, festivales, televisoras, editoriales, premios, becas. Una vastísima red institucional, una enorme burocracia. En la pintura y en la música, en la literatura y en el teatro el régimen postrevolucionario encontró un relato de cohesión, una vía de legitimidad; también, por supuesto, un instrumento de cooptación intelectual. El poder público no ha sido solamente un (muy mal) educador sino que ha sido también un mecenas, un promotor, un guardián de la cultura. Rafael Tovar y de Teresa representó lo mejor de esa compleja tradición. Un heredero digno de Vasconcelos y Torres Bodet.
Digo que es una tradición compleja porque puede tener un espíritu republicano pero depende, a fin de cuentas, de un mecanismo autoritario. La expresión misma de Estado cultural parece una contradicción: la violencia hecha monopolio y la raigambre de la imaginación. La política cultural defiende el patrimonio común, cuida lo que nos acerca simbólicamente, inventa aquello que puede identificarnos. También, al iluminar una faceta de la creación, ensombrecerá otras. Se trata, seguramente, de una contradicción irresoluble. El Estado cultural mexicano, por una parte, ha velado por el patrimonio artístico del país, ha alentado la creación, ha sido un eficaz promotor; por la otra, se ha asumido como guía de la cultura, como un árbitro del gusto. Comisario del nacionalismo o animador de las vanguardias. Con patrocinios y premios, el Estado perfila, inevitablemente una cultura oficial. Es, seguramente, la tensión que heredamos del modelo francés. Marc Fumaroli lo ha analizado con brillantez en sus ensayos. Desde tiempos de la Revolución, el Estado francés se ha imaginado como el proveedor de los mensajes enaltecedores, del arte que merece protección frente a las modas del mercado.
Creo que el gran valor del trabajo de Rafael Tovar en las instituciones públicas de la cultura radica precisamente en su entendimiento de esa tensión. Sabía bien que la intervención del Estado en el mundo del arte no ha sido siempre benéfica, que muchas veces la política envenena lo que promueve, que la burocratización sofoca la creatividad. No ignoraba tampoco la tentación autoritaria de los mecenazgos. Entendía que el Estado debe defender el sentido público de la cultura, alentar la creación, cuidar nuestras herencias, difundir las señales que nos explican y nos cuestionan, abrirnos al mundo y dialogar con él. En todo caso, se dedicó a abrir el horizonte de la cultura y no a cerrarlo en la versión que resultara ideológicamente conveniente. No aspiró al pontificado de la cultura mexicana. Podría decirse que pertenecía a otra generación porque no fue simplemente un administrador de lo existente sino un fundador de instituciones. En realidad, fue otro personaje del tránsito democrático: contribuyó a perfilar una política cultural abierta a la diversidad. Por eso cosechó en su vida algo que no es frecuente en el mundo de la política: respeto.
En un país caracterizado por la improvisación, destaca el profesionalismo de Tovar. Se le llegó a tratar, incluso, como el imprescindible. Si alguien sabía de política cultural en el país, era él. Pero lo suyo no era una simple competencia profesional era, auténticamente, una pasión vital. Sus discursos no eran los compromisos de un burócrata competente, eran las palabras de un hombre que compartía una emoción, eran las palabras de un hombre que admiraba el pensamiento y la imaginación. Fue un entusiasta. Un apasionado de todos los territorios de la cultura. Un melómano extraordinario, un lector voraz, un gran cinéfilo. Sus gustos no eran particularmente atrevidos, pero estaba pendiente de la novedad y abrazaba con emoción las posibilidades culturales de la tecnología de hoy.
Rafael Tovar, el aristócrata que rigió la política cultural de las últimas décadas, es recordatorio de que el Estado puede ser algo más que el dogmatismo de la tecnocracia y la vileza de las camarillas. Puede ser también estímulo y protección del arte: lo humanamente eterno.
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