En una situación como la que se presenta actualmente en México, donde ocurre un distanciamiento entre sociedad civil y sociedad política que ha minado la credibilidad de parte de los ciudadanos hacia sus gobernantes, es necesario redefinir esa relación para construir un mejor país y una mayor gobernabilidad democrática.
Esa distancia en gran parte responde a la no diferenciación y separación clara entre el interés público y el interés privado, observándose que quienes desempeñan las funciones de gobierno (sociedad política) asumen que tienen un sentido patrimonial de los bienes y el servicio público, cuando tales funciones son un mandato que los ciudadanos (sociedad civil) les otorgan para que las cumplan por tiempo determinado.
Cuando escuchamos a un funcionario público que afirma que construir una carretera o cualquier obra pública "me cuesta x cantidad de dinero", está asumiendo ese sentido patrimonial sobre recursos públicos aplicados en beneficio de los ciudadanos; debiera decir, tal obra "le cuesta a los ciudadanos…", porque los recursos que usará son las aportaciones que dichos ciudadanos realizan y confieren a los gobernantes para que los apliquen con un criterio que priorice el interés público.
Pero esta distorsión no sólo ocurre desde los gobernantes que conforman la sociedad política, sino también entre y desde los ciudadanos cuando ejercen o realizan un uso indebido del poder que adquieren, es decir, desde su posicionamiento hacia otros ciudadanos con base a una mejor condición económica o una mayor incidencia en las decisiones que se toman en el Estado.
Es el caso de los llamados poderes fácticos que sin formar parte de las estructuras de la sociedad política realizan procesos de apropiación de dichas estructuras a través de las relaciones de poder que tejen hacia el interior de ella, o de captura de las mismas como ocurre con la cadena de seguridad y justicia por parte de organizaciones criminales. En condiciones extremas de no funcionalidad de dichas estructuras, es decir, de las principales instituciones públicas, se habla de un Estado fallido.
En ambos casos, lo que refleja dicha situación es una sociedad política éticamente y funcionalmente débil porque sus estructuras no operan conforme a los marcos normativos o principios de política pública que les rigen, sino a los intereses particulares, grupales o de camarilla que permiten ese abuso, pero también tenemos una sociedad civil débil por no involucrarse en los asuntos públicos, por no ejercer su ciudadanía.
En México esto ha sido posible debido a dos factores: por un lado, la alienación ideológica en que se encuentra una gran parte de los ciudadanos a quienes el discurso gubernamental ha permeado y sin el cual difícilmente las élites gobernantes, particularmente desde la época posrevolucionaria (inicios del Siglo XX), hubieran construido una hegemonía política. Existe la creencia entre muchos ciudadanos de que las decisiones que toman los gobernantes han sido las adecuadas para dirigir el país, aun cuando más de la mitad de ellos viva pauperizado ante una desigual distribución de la riqueza o con limitadas oportunidades para cambiar esa condición social, puesto que la economía nacional se organiza y funciona permitiendo la acumulación desmesurada de riqueza o incluso aun cuando perciban la colusión de intereses entre sus gobernantes y los acumuladores de tal riqueza.
Por otro lado, desde dicha época posrevolucionaria las élites gobernantes construyeron una estructura institucional que les ha permitido una mediación y control político de sus gobernados, una extensión del cuerpo del Estado hacia gran parte de los organismos de la sociedad civil y limitante del ejercicio individual de ciudadanía, a la cual se le ha denominado corporativismo político y constituye una de las bases clave del llamado viejo régimen político.
Los dos gobiernos de la alternancia de inicios del presente siglo expresaron un discurso ideológico que prometía desmantelar ese viejo régimen aplicando políticas públicas ciudadanas en las que se delimitara claramente la línea divisoria entre el interés público y el privado, pero finalmente ya en el ejercicio del poder mostraron que ese discurso que atentaba contra la alienación ideológica y pretendía la liberación de esas estructuras corporativas fue finalmente insuficiente y resultó retórico. La apertura que se logró en algunos ámbitos de la vida nacional no provinieron de iniciativas de gobierno, sino que éstas se originaron en la presión ciudadana.
Todo parece indicar que las relaciones entre sociedad política y sociedad civil continuarán ensanchando esa brecha que les distancia, son pocas las verdaderas expresiones de gobierno y gobernabilidad democrática donde las políticas públicas se diseñen con una real participación de los ciudadanos; tal parece que los ejercicios de consulta que los gobernantes realizan con los gobernados para el diseño e implementación de tales políticas aún están marcadas por la simulación de una relación estrecha entre ambos.
El problema de esto es el riesgo de polarización política que adquiere rasgos extremos, como ocurre donde la polarización económica y social es también extrema, el caso de varios estados del centro y sur del país, ahí la ilegitimidad de los gobernantes subyace a la legalidad electoral que les permite ascender a los cargos oficiales, condición que si bien se expresa a ese nivel de manera puntual (Oaxaca, Guerrero o Michoacán), algunos estados, particularmente fronterizos, también la ha padecido con la violencia que provoca el crimen organizado.
Para que exista un mejor desarrollo y gobernabilidad democrática del país, es necesario reducir esa brecha entre sociedad política y sociedad civil, algo que los ciudadanos no estamos seguros que ocurra como una iniciativa desde la primera, que si ocurre bien, pero también nos corresponde a nosotros ejercer nuestra ciudadanía para lograrlo.