Alguna vez comenté con Germán: “Tú y yo somos compañeros del camino desde los primeros kilómetros” y es cierto, Germán y yo coincidimos en la Pereyra chica en enero de 1960, teníamos 8 años. Era entonces director el padre Luis Gutiérrez, la maestra de tercero Graciela Elizalde y el brigadier del salón Felipe Pérez Flores. Brigadier, según se decía, por la circunstancia de que a la maestra le gustaba uno de sus muchos hermanos además de méritos propios. No recuerdo el primer día que vi a Germán, pero sí la primera semana y hubo un pacto tácito: seríamos amigos, amigos para toda la vida.
Yo llegué de la Ciudad de México, ahí nací, y fuera de que al principio los compañeros me ponían a hablar para reírse de mí, cosa que yo llegué a interpretar que era por ser simpático cuando en realidad era por decir: mano, cuate y terminar con un ¿no? casi todas las frases con esa tonada característica que usan en la Ciudad de México, como digo fuera de eso, fui aceptado rápidamente. Entonces el ciclo escolar en México era de febrero a noviembre, así que en México terminé segundo año y entré en enero a tercero, cuando habían iniciado clases en septiembre.
En la primaria tuve la fortuna de ser amigo de los malos, Juan Facusse, Luis Bartheneuf, Leonel Castro, Germán, por supuesto, y algunos más. Nos sentábamos en los últimos pupitres del salón y compartíamos un código entre infractores escolares infantiles que incluía la solidaridad, la complicidad y el respeto y que proporcionaba un sentimiento de pertenencia insuperable.
Llegamos a la secundaria, cambiamos el uniforme por “vístete con lo que puedas”. Cambiamos también el medio de transporte, el camión de don Juan Romero por la bicicleta, y las disputas a gizasos por los puñetazos. Mi querido Germán se destacó en este arte y yo fui su mánager, lo cual fue una labor sencilla. “Germán, pregunta fulano que si le entras”. “Dile que sí”, contestaba Germán acompañado de un respetuoso saludo para su progenitora, “que cuando quiera y en donde quiera”.
Creo que siempre salimos avantes de los compromisos, Germán como peleador y yo como su promotor, mi gallo era jugado y bravo.
Coincidimos en muchas excursiones, algunas de ellas con el padre Óscar Raynal, quien por aquel entonces era maestrillo, una de las etapas que los jesuitas pasan como parte de su preparación para ordenarse sacerdotes y que consiste en estar en colegios fungiendo como profesores, encargados de disciplina, orientadores, etc. Óscar Raynal llegó con grado de teniente de West Point, pues antes de entrar jesuita estuvo en esa academia militar. Dos de esas excursiones las recuerdo especialmente. Una de ellas al rancho Tres Hermanos en el estado de Chihuahua, que era propiedad de una tía del padre Óscar, la cual sin haber estado en West Point, rivalizaba ventajosamente con cualquier militar en cuestiones de disciplina y aplicación de correctivos. Germán tuvo oportunidad de comprobarlo cuando en medio de una batalla entre los estudiantes con armas como agua y lodo que se desarrollaba en el patio central de la casa, apareció la tía con un látigo de domador y al que agarró a mejor distancia fue a Germán a quien le arreó una serie de latigazos. Germán con algunos caía y con otros se levantaba, hecho que no impidió que tuviéramos que limpiar todo y dejarlo como una patena.
La otra excursión que recuerdo es cuando fuimos también a Chihuahua, a la Sierra Tarahumara, y uno de los días caminando de regreso al campamento ya obscureciendo, Germán y yo nos perdimos. Germán siempre dijo que fue por mi culpa porque yo no paraba de hablar, puede ser. La realidad es que pasamos dos o tres horas perdidos y recuerdo que el temor ya había llevado la plática hasta la posibilidad de que ahí hubiese leones. Finalmente vimos a lo lejos una fogata, nos acercamos y felizmente era nuestro campamento.
Resulta que ni nos habían echado de menos y nosotros decidimos no decir nada, pues conociendo al Padre Óscar, sabíamos que nos habría castigado mínimo partiendo leña todos los días.
En la preparatoria y en la carrera tomamos rumbos distintos y nos vimos de manera esporádica en fiestas de las que por entonces se estilaban: tardeadas, quinceañeras, graduaciones, etc. Volví a tener noticias regulares de Germán, sorprendentemente, por medio de mi padre. Y es que mi padre era abogado, pero al haber estudiado en España nunca ejerció en México, lo que no fue obstáculo para poder compartir su afición y formación con colegas, por cierto, mucho más jóvenes: Luis Salazar, Germán Froto y Alfonso Segura Fong; este último por quien mi padre sentía un afecto especial, al grado de otorgarle de manera clara y definitiva: origen vasco.
A Germán le seguí la pista en su desempeño profesional, recuerdo haber ido a saludarlo cuando fue Secretario del Ayuntamiento, también al Palacio de Gobiermo de Saltillo cuando fue Director Jurídico, varias veces al Congreso en Saltillo cuando fue Diputado y otras más también en Saltillo cuando fue Magistrado.
Un buen día, como suele suceder entre los buenos amigos que tienen tiempo sin frecuentarse, pudimos decir como dijo Fray Luis de León, monje agustino del Siglo XVI, cuando regresó a su cátedra en la Universidad de Salamanca luego de estar injustamente preso por la Inquisición: “decíamos ayer” y retomamos la frecuencia de la convivencia para fortuna mía, la de Teresa y la de los hijos. Germán y Claudia, ella una de las pocas personificaciones que el amor logra, nos han acompañado en nuestros eventos importantes: bodas de los hijos, bautizos de nietos, festivales de baile, cumpleaños de la abuela, cumpleaños nuestros, despedida de nuestros padres, etc. consiguiendo en estos eventos familiares una riqueza que sólo puede lograrse cuando se comparte con personas que quieres y que para más dicha, te quieren.
Pudimos viajar juntos como en aquellas excursiones juveniles, a Las Vegas y a la ciudad de Washington, destinos diametralmente opuestos en cuanto a vocación, pero los dos de muy gratos recuerdos. Sin embargo, debo decir, que Washington fue mejor, Germán y Claudia disfrutaron mucho por su formación académica, yo porque pude caminar la ciudad a mi antojo y mi mujer, Teresa, porque al estar bien consigo misma, poco le importa el entorno.
No puedo dejar de mencionar la mesa de los sábados en el Parque España, mesa cordial de muchos años. Ahí se trataron Germán y Jesús Haro Martín que llegaron a ser grandes amigos, además de Luis Salazar, Gabriel Aguirre, Javier de la Peña, Blanca Sesma, Silvia García y otros. Fuera de esa mesa, tenía también grandes amigos como Francisco Gómez, el padre Jorge Silva y Luis Bartheneuf.
Qué ventura un amigo como Germán, indulgente con nuestros errores y generoso en elogios con nuestros aciertos, incondicional para escuchar y ayudar, capaz de vibrar con nuestra música, reír nuestra risa y llorar nuestro llanto. Estas memorias pretenden ser un tributo a la amistad espontánea, gratuita y vitalicia que surgió cuando niños en el patio del colegio jugando a las canicas.