México es el país más corrupto de los 34 estados que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), según el Índice de Percepción de la Corrupción 2015 elaborado por Transparencia Internacional (www.transparency.org). De la lista completa de 168 países evaluados, México se ubica en la posición 95, es decir, debajo de media tabla, cerca de países como Mali, Filipinas y Armenia. En un rango que va del 0 al 100, en donde 0 es la peor calificación y 100 la mejor, México cuenta apenas con 35 puntos. En América Latina es superado por países como Uruguay, Chile, Costa Rica, Brasil e, incluso, Cuba.
En México la corrupción sigue siendo un problema con todo y alternancia, páginas de Internet de transparencia, promesas de campaña, decálogos institucionales y ríos de saliva y tinta de discursos, columnas, estudios y compromisos firmados. De acuerdo con cálculos realizados por organismos como el Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco), la corrupción podría costarle cada año a la República hasta 9 puntos porcentuales del Producto Interno Bruto (PIB), algo así como 1.5 billones de pesos, lo que equivale a 37 veces el presupuesto anual de un estado como Coahuila. No obstante, hay quienes consideran que la corrupción es indispensable para que las instituciones funcionen, incluso, quienes piensan que se trata de una cuestión "cultural", tal y como lo ha dicho el presidente Enrique Peña Nieto. Es decir, la corrupción elevada casi al grado de un fatal destino manifiesto. El derrotismo puro.
El análisis superficial que suelen hacer los políticos sobre el problema de la corrupción deja de lado el aspecto fundamental, aunque complejo, del asunto: que una república que aspira a ser democrática no podrá serlo sin participación ciudadana efectiva; auténtico equilibrio de poderes en todos los niveles; transparencia centrada en el ciudadano y no en el gobierno; instituciones eficientes e independientes de rendición de cuentas, y mecanismos de corrección y sanción de las desviaciones en el servicio público.
El divorcio de la sociedad civil con la sociedad política es un detonante de la corrupción. En la medida en la que la ciudadanía sienta ajeno a quien ejerce la función pública, la corrupción seguirá siendo la vía más rápida para deshacerse de una estorbosa burocracia. Si la mayor parte de los congresos suelen estar sometidos de facto a los intereses del Ejecutivo, sea estatal o federal, o los ayuntamientos al capricho de los alcaldes, la responsabilidad de fiscalización que tienen los organismos parlamentarios se convierte en mito. Mientras los gobiernos usen las herramientas de transparencia como parte de su propaganda y sólo para aparentar apertura cuando lo que en verdad hacen es informar de lo que les conviene e interesa, la ciudadanía en general continuará alejada de su uso. Conforme no existan instituciones autónomas, diligentes y con las facultades suficientes para la revisión del ejercicio del poder, los abusos en el mismo continuarán ocurriendo. Sin sanciones ni posibilidad de corrección, la historia se repetirá una y otra vez.
Y aquí nadie está descubriendo el hilo negro. Desde el inicio de la democracia, en la Atenas del siglo V a. C., todos los elementos mencionados arriba: participación, equilibrio, transparencia real, rendición de cuentas y correctivos, estuvieron presentes, aunque de forma obviamente distinta a como se conciben ahora, y permitieron el desarrollo de una nueva forma de gobierno que luego de 2,500 años se ha convertido en la mayor aspiración de la sociedad en Occidente.
El poder en Atenas radicaba en la Asamblea y el Tribunal, que estaban bajo el control directo de los ciudadanos de pleno derecho: varones, libres, mayores de edad y nacidos en el Ática. Aunque ciertamente el concepto de ciudadanía era más limitado al que se tiene ahora, el sistema en su microcosmos (una urbe de 300,000 habitantes y 60,000 ciudadanos) funcionaba. Quienes ejercían un cargo público tenían que ser sometidos al escrutinio de la Asamblea antes y después de su desempeño y si alguien detectaba alguna irregularidad podía denunciarla ante el Tribunal para iniciar un juicio político. Si se comprobaba un faltante en el tesoro público, al responsable se le obligaba a pagarlo. Si un arconte, estratego, inspector o administrador era encontrado culpable de actos de corrupción, era severamente castigado. El celo democrático en Atenas era tal que, incluso, si un político empezaba a acumular demasiado poder e influencia al grado de convertirse en una amenaza por tiranía, podía ser condenado al exilio vía el ostracismo.
Con muchos matices y la evolución que ha habido de por medio, los países considerados hoy menos corruptos han aplicado en esencia los cinco elementos anteriormente referidos. Con ello demuestran que más allá de consideraciones culturales, lo que se requiere es voluntad política y compromiso ciudadano para acotar los espacios y el impacto de las conductas corruptas. Esto no quiere decir que en esos estados no haya corrupción en lo absoluto, sino que ésta es menos frecuente, más limitada y que, en caso de detectarse, lo más probable es que sea castigada.
En México se está muy lejos de alcanzar esto. Casos como Ayotzinapa, la fuga del "Chapo" Guzmán, la "casa blanca", la mansión de Malinalco, los "moches" a los diputados federales, Oceanografía, OHL y los escándalos que rodean a exgobernadores de Aguascalientes, Sonora, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Tabasco, Guerrero, Michoacán y a gobernadores actuales como los de Chihuahua, Veracruz y Quintana Roo, son sólo la parte más visible de la laguna de inmundicia en la que se ahoga la mayor parte de la vida pública nacional. Y esos casos ocurren por una simple razón: porque no hay en el país instrumentos para impedirlo ni voluntad para castigarlos. Por eso no debe resultar extraño que en el mundo desarrollado se tenga la percepción de que la mexicana es una República corrupta. Frente a esto, hay dos preguntas clave: ¿qué tan dispuestos estamos los ciudadanos a dejar nuestra zona de confort para revertir esta percepción y romper la dinámica de la corrupción? Y ¿qué tan dispuestos estarán los gobernantes y representantes populares a ceder espacios para ser más vigilados en el ejercicio de sus funciones?
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