Resignación: arma del demonio
La palabra resignar procede del latín resignare, que significa entregar, devolver; es la aceptación con paciencia y conformidad de una adversidad.
Esta palabra la traigo metida en el corazón después de haber escuchado al papa Francisco decir: la resignación es una de las armas preferidas del demonio.
Siempre he pensado que resignarse es entregarse, es perder las ganas de mover de lugar lo que no nos gusta, es derrotarse y cederle nuestra voluntad a otro, a otros, al sistema, al establishment, a la vida autómata.
No me gusta la palabra resignación, no me provoca nada cuando ante la muerte de alguien vienen y te dicen resígnate, prefiero que me digan acepta, fluye, procesa, agradece, pide luz, no sé, tanto que se puede hacer con los duelos encima. Repito, es una postura personal que igual diverge de la de muchos otros que encuentran en la resignación el consuelo.
Tal vez esto ocurre porque ni soy paciente ni soy conformista, disto mucho de ser virtuosa, admiro y reconozco a quienes sí lo son; tengo la impresión de que la resignación implica que no puedes hacer absolutamente nada, si bien es cierto que no podemos devolverle la vida a una persona, sí podemos trabajar el dolor que experimentamos ante esa pérdida, pareciera entonces que el juicio tajante de no hay más que hacer es el que nos paraliza escudados detrás de ese engañosa fortaleza de la resignación.
La resignación es una postura o un estado emocional que empieza en lo individual y termina en lo social. Como personas podemos resignarnos a tanto: a una mala relación, a estar donde no queremos, a hacer lo que no nos gusta, a padecer algún dolor físico o emocional, a no tener esperanza, a sentirnos como muertos en vida, a que las mujeres sean golpeadas, a vivir permanentemente endeudados para sostener un nivel de vida que nos haga sentir exitosos, a que las personas nos usen a su conveniencia.
Nos hemos resignado en lo social a que México es un país de perdedores, a que unos cuantos sean los que toman las decisiones por el resto, a que nos engañen prometiendo lo que no van a cumplir, a las mentiras, a las simulaciones, a los excesos, a la corrupción (¿no es resignarse a ella cuando el presidente Peña Nieto le confiere un origen cultural?), a la indiferencia de la mayoría. Nos resignamos a que la educación no ofrezca las oportunidades que merecen los niños y jóvenes mexicanos, a que se gasten millones en superficialidades, a la intolerancia, a que tengamos que vivir eternamente agradecidos con las dádivas electorales.
También nos resignamos a que somos un país que no lee y nos sorprende un día y al otro lo olvidamos, a sufrir las consecuencias de una falta de cuidado y amor a nuestras personas, a alimentarnos mal porque creemos que alimentarse bien cuesta más. En fin, como podrán darse cuenta la lista es muy larga y las consecuencias son letales
Es resignación sobre resignación y en eso se nos va el tiempo y las oportunidades, no nos sentimos capaces de cambiar, de transformar creo que eso ocurre porque no hemos podido constatar que sí podemos empezando con nosotros mismos.
Por todo ello sería bueno que en un ejercicio personal nos preguntáramos: ¿A qué me he resignado en la vida? ¿Cuál ha sido el precio que he pagado por ello?
Hay dos frases que me hacen mucho sentido en relación a este estado emocional, una es de Honoré de Balzac que a través de La comedia humana nos recuerda nuestras debilidades y fortalezas, nuestros errores y aciertos: la resignación es un suicidio cotidiano.
La otra frase nos la brinda el escritor argentino Ernesto Sábato, sus tres novelas son fantásticas pero sus ensayos sobre la naturaleza humana lo colocan en otro nivel: Hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse.
Por eso lo dicho por el papa Francisco es una suerte de apotegma, que refuerza con lo también dicho: con el diablo no se dialoga.
Twitter: @mpamanes