La discusión no es nueva. Un ejemplo de este siglo es lo ocurrido en Estados Unidos luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El entonces presidente George W. Bush decretó la controvertida “ley patriota” que establecía serias restricciones a las libertades individuales consagradas en la Constitución de los Estados Unidos, modelo de muchas democracias. Música, películas, comentarios o cualquier manifestación cultural que abordara o refiriera siquiera a lo ocurrido ese día era susceptible de ser revisada y, en su caso, censurada.
Ya en la presente década, en plena era Obama, Wikileaks reveló al mundo el espionaje sistemático y masivo que el gobierno de los Estados Unidos lleva a cabo no sólo contra integrantes de gobiernos de otros países sino de sus propios ciudadanos. En ambos casos, el argumento es el mismo: la seguridad nacional. El conflicto ético, filosófico, es evidente: en un democracia en donde las garantías individuales y los derechos humanos son columnas fundamentales de un Estado que tiene por obligación defender la vida e integridad de los ciudadanos que lo conforman ¿es válido sacrificar algunas libertades en aras de una mayor seguridad? ¿Qué riesgos conlleva este hecho?
El análisis de esta disyuntiva resulta oportuno a la luz de las recientes declaraciones hechas por el gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, respecto a los narcocorridos. Para él, este género musical que ha ido ganando adeptos en la sociedad representa una “apología de la violencia y del delito” ya que se ensalzan las “hazañas” de narcotraficantes haciendo abierta referencia a sus crímenes y delitos. Según el mandatario estatal, esta manifestación subcultural es nociva para la juventud que a través de ella puede ser influenciada a seguir modelos de vida antisociales. Además, dice, representa una falta de respeto para las víctimas del crimen organizado y sus familiares. Por lo tanto, el gobierno buscará la manera de acotar los espacios para esa música.
Esta postura está en consonancia con otras medidas ya aplicadas, por ejemplo, la revisión de autos y conductores en retenes sin ninguna orden judicial o la prohibición de la apertura de casinos o salas de juego arguyendo cualquier causa. El dilema atraviesa también la discusión que actualmente se lleva a cabo en torno a la legalización del consumo de marihuana. Son los argumentos de la libertad y la seguridad enfrentados. ¿Hasta qué punto puede un gobierno meterse en la vida privada de los ciudadanos y sus decisiones personales en aras de defender la seguridad pública? ¿Son excluyentes ambos argumentos? ¿En qué punto pueden ser compatibles?
Dos aristas que no deben soslayarse en el debate tienen que ver con la probidad de los gobiernos y sus sistemas policiacos y de procuración de justicia, y con la consecuencia última ética de las decisiones que se tomen. Respecto al primero punto, para que un gobierno pueda, con autoridad moral, tomar medidas drásticas para enfrentar la inseguridad que impliquen sacrificio y confianza de sus ciudadanos, primero debe demostrar con acciones que en realidad todos sus integrantes están del lado de la ciudadanía y el orden público o, en su defecto, que tiene la voluntad para castigar a quienes desde los cargos públicos sirven a intereses ajenos al del Estado, incluso a intereses criminales. Desgraciadamente en México existe un sinnúmero de casos que ponen en duda la probidad de quienes deberían estar encargados de velar por la seguridad ciudadana: Iguala, Apatzingán, San Fernando, Veracruz, Salvárcar, Allende, Piedras Negras, Gómez Palacio, Torreón, etc.
Sobre la segunda arista, es necesario decir que si se pretende actuar contra los narcocorridos por hacer “apología de la violencia” y atentar contra la seguridad pública, tendría que actuarse en consecuencia contra las series de televisión, telenovelas, literatura y cualquier manifestación que, según estos parámetros, caiga en la misma categoría. Es decir, establecer un estado de censura con los efectos que ello implica para la democracia y las libertades. ¿Quién sería ese censor? ¿Quién diría qué está bien y qué está mal? ¿Cómo evitar que una medida radical como ésta se convierta a la postre en un mecanismo de control y represión política? La discusión está abierta.