Viene en días una de las ceremonias más emblemáticas de la representación del poder en México: el grito.
A la voz de uno que determina quien vive y quien muere, la multitud a coro respalda su dicho. Es -siguiendo a George Balandier- la escena del poder más elocuente. Avalar en coro el designio de una voz única exige, sin embargo, representación nacional, autoridad política, liderazgo social y ejercicio del poder. Esta vez, no se cumplen las condiciones. El presidente de la República no representa el sentir nacional -algunos lo consideran traicionado-, flaquea su autoridad, carece de liderazgo y ejerce el no poder.
En esa situación, el grito venera la liturgia fijada por la efeméride, pero no respeta el espíritu libertario al que convoca.
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Recibir en casa a un enemigo -Donald Trump es eso-, atenderlo con servilismo y justificar su estancia como una afortunada visita, habla no de un absurdo arrebato sino de una inaceptable entrega. Defender luego el dislate como un acierto y más tarde dejar ir al promotor de la iniciativa sin explicar lo ocurrido, engarza un eslabón más a la cadena de errores que, en su extensión, advierte el agotamiento de la administración y la debilidad de quien la encabeza.
El mandatario conserva la facultad de remover a sus colaboradores, pero no la capacidad de decidirlo. Según la circunstancia, el jefe del Ejecutivo se conduce. Si puede, elude la remoción; si no puede, la opera a su pesar. En contradicción con el lema, el principio es realizar el menor número de movimientos.
La visita de Trump obliga la renuncia de Luis Videgaray. La barbaridad cometida por la Policía Federal en Tanhuato, sin mencionar Nochixtlán, impone el cese de Enrique Galindo hasta que la Comisión Nacional de Derechos Humanos la exhibe. El repudio social despide a Arturo Escobar de la Subsecretaría de Prevención del Delito, pese al afán oficial por sostenerlo. La presión internacional echa a Jesús Murillo Karam de la Procuraduría General de la República. Y, en sentido contrario, la fuga del narcotraficante Joaquín Guzmán Loera no mereció la salida de Miguel Ángel Osorio Chong como tampoco los yerros en política exterior, en particular con Estados Unidos, remover a Claudia Ruiz Massieu. Como la Casa Blanca orilló nombrar secretario de la Función pública a Virgilio Andrade. Y, en todos los casos, cuanto se hace o se deja de hacer no hay por qué explicarlo. Que cada quien saque sus conclusiones y los spots aclaren las dudas.
La posibilidad de rediseñar y armar un nuevo gabinete, y acompañar esa medida de ajustes en la política a fin de intentar un gobierno o evitar un mayor deterioro de la administración, no aparece más en el horizonte del mandatario. Como tampoco aparece por ningún lado en sus colaboradores la ética de la responsabilidad, o en la oposición la intención de apoyar resistiendo o de oponer proponiendo.
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De manera involuntaria, el jefe del Ejecutivo reproduce cinco abominables máximas del calderonismo.
Uno: importa más la lealtad que la capacidad de los colaboradores. Dos: quienes salen del gabinete se van por buenos, no por malos y no hay por qué aclarar el galimatías. Tres: sólo si es menester se remueve a un colaborador, pero no se ajusta la política. Cuatro: los problemas son de operación, no de concepto y, por lo mismo, la calamidad es síntoma de mejoría. Cinco, no hay por qué ver en el error la oportunidad de corregir, sino la posibilidad de insistir en lo que se viene haciendo aunque el resultado sea el mismo.
El punto delicado de la salida de Luis Videgaray es que, más allá de las sinrazones esgrimidas, no se fue el secretario de Hacienda por un error cometido en política exterior. No, se fue el alter ego del mandatario, el hombre con quien compartía las grandes decisiones sin importar el ámbito de éstas, el primer ministro sin cargo, el cuadro inteligente afectado por la sordera, el brazo derecho sin juego de muñeca, el servidor eficiente y el político ineficaz.
Esa ausencia, así como la resistencia a replantearse la circunstancia, agranda la soledad del mandatario y profundiza su debilidad, justo cuando muchos de sus colaboradores comienzan a dejar de serlo, cuando el calendario sexenal los insta a ver por sí, más que por su jefe.
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Visto todo lo anterior durante los dos últimos años, sobra destacar y subrayar los sucedáneos errores y desaciertos en que incurre el mandatario o retozar en su fracaso como si hubiera motivo alguno de júbilo en ello.
De ahí, la insistencia en conjurar el peligro al que el país se aproxima, el interés de encontrar fórmulas o pactos de arreglo que garanticen la próxima elección y aseguren el próximo gobierno, la urgencia de activar instancias políticas y sociales distintas a las derivadas de la administración y los partidos para contener el deterioro. Cebarse en la defenestración del presidente de la República y exigir su renuncia, en vez de conjurar el peligro, lo acercaría. Es de tan variada calidad y verticalidad la composición del Congreso de la Unión que poner en sus manos la designación de un Presidente sustituto podría conducir a una situación peor a la prevaleciente.
Hay ingenuidad o perversidad en quienes piensan resolver el problema agravándolo con la renuncia presidencial.
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Ante la necesidad de armar un gabinete a la altura de las circunstancias y ajustar las políticas para garantizar un horizonte menos amenazante, esta vez el grito debe ser distinto.
El grito debe provenir de la calle al balcón, no del balcón a la calle. A coro para que el mandatario escuche, en vez de ser oído. Brotar de la Plaza de la Constitución, el Estado de derecho y la democracia, soberano, buscando el eco de la sensatez y la capacidad de rectificar frente a los errores que tanto le han costado a la República a lo largo de su historia.