Que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte haya decidido salirse de la Unión Europea es un hecho histórico que tiene implicaciones más allá del llamado viejo continente. Preocupa la incertidumbre que ha ocasionado en los mercados financieros, pero preocupan mucho más las causas que han llevado a más de la mitad del electorado británico, la de mayor edad, a decidir divorciarse de la entidad supranacional que ha garantizado la estabilidad política de Europa Occidental y buena parte del mundo en las últimas décadas. Ni los efectos ni las causas pueden soslayarse.
Entre las razones por las que la mayoría de los británicos votó a favor de la salida se encuentra la imposibilidad de ver los beneficios tangibles, prácticos, de formar parte de la unión. Y esto tiene que ver con una generación, la de más de 55 años y sobre todo los jubilados de más de 65, a la que le ha tocado vivir los tiempos del bloque europeo, que no ha podido aprovechar las ventajas de la globalización y que, por el contrario, ha visto estancarse, en su óptica, quizás de un mundo que nunca existió, su calidad de vida. Pero también hay motivaciones más oscuras.
El estancamiento económico y la ignorancia suelen ser aprovechadas por políticos de ultraderecha para hacer florecer el miedo a lo extraño, a lo que es diferente. No resulta para nada raro, por ejemplo, que el nacionalsocialismo alemán haya proliferado en un ambiente de depresión económica. De forma similar, el discurso de los promotores del “Brexit” (salida británica) no sólo hacía referencia a ese pasado glorioso, casi mítico, en el que dicha generación fue educada, del Imperio Británico, sino también a la necesidad de proteger las fronteras del ingreso de “extraños” en un momento en el que Europa es testigo de la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, debido a la escalada de conflictos en Oriente Medio y el Norte de África.
Esta retórica antiinmigrante, que trata de responsabilizar a los movimientos migratorios de la decadencia de las naciones y de la falta de oportunidades para la población, es posible también encontrarla ahora en Estados Unidos. Las similitudes entre Boris Jonhson, líder de los separatistas británicos y fuerte aspirante a primer ministro, y Donald Trump, precandidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, van más allá del aspecto físico, el temperamento y su nivel educativo y cultural, donde el inglés tiene una amplia ventaja. Ambos son producto de un ambiente de desencanto que se ha convertido en campo fértil para el populismo, en este caso, el de derecha, ambos pertenecen a la élite económica de sus respectivos países, curiosamente a la que tanto culpan, perteneciendo a ella.
Hoy por hoy, el mayor peligro no está en la tormenta financiera, la cual será, tarde o temprano, pasajera, sino en lo que representa la salida de uno de los pilares de la Unión Europea: el regreso del nacionalismo, el peor lastre del calamitoso siglo XX. Tras la decisión del Reino Unido, varios países han comenzado a plantearse la necesidad de llevar a cabo sus propios referéndums para revisar su permanencia en el grupo de los veintisiete. Podríamos estar apenas en el inicio de una nueva ola nacionalista. Un mundo en donde las principales potencias estén gobernadas por políticos que promueven el temor, el odio y el rechazo al otro no será un mundo más estable que el actual.