El presente y futuro de más de un país no es halagüeño. El quiebre de la gobernabilidad, el desfasamiento entre el modelo económico y el político, el azolvamiento de los canales de participación social, así como la ausencia de liderazgos visionarios adquieren el carácter de una pandemia.
El mal tiempo ya marca la hora en más de una latitud y en otras es presagio en el calendario. Cruje más de un gobierno y la reacción desesperada, torpe y desbocada de sus responsables cimbra la estructura que, aun en la fatiga de sus materiales, es puerto de abrigo ante el desconcierto.
El populismo de izquierda y derecha -también lo hay- anima decisiones atrabancadas que, después, el arrepentimiento no revierte. La falta del derrame social de la globalización de los negocios a más de uno lo hace confundir las ramas con la raíces del problema.
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México no escapa a ese mal tiempo, pero aún no resbala por el desfiladero que se advierte de un lado y del otro del filo por donde camina.
No consuela el entorno foráneo ni justifica el deterioro y la degradación de la situación nacional. La paz y la estabilidad demandan un último esfuerzo de todos y cada uno de los factores y agentes de poder, formal e informal, para no repetir los errores y las calamidades que le han arrebatado el desarrollo y la prosperidad a más de una generación. Una y otra vez, cíclica, sexenalmente, se incurre en la amarga experiencia de caer y levantarse para caer de nuevo.
Es menester conjurar el peligro del desencuentro nacional, sobre todo, cuando la violencia ha sentado sus reales como recurso para imponer designios arbitrarios, a partir de la fuerza o la boca de fuego con que cuente quien adora la barbarie y el acero templado.
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No es lo mismo sembrar que sepultar la esperanza. Son acciones radicalmente distintas, confundirlas supone enterrar o arrojar a una fosa el anhelo de realizar en la pluralidad, la tolerancia, la diversidad y, aun, en la disidencia un país distinto: uno más justo, menos desigual, más democrático, menos violento, con más aprecio por la vida que veneración por la muerte.
Desde hace años se ha hecho del adversario, el enemigo; de la competencia política, un concurso eliminatorio; del ejercicio del derecho, una lucha de privilegios; de la representación popular o del servicio público, un negocio privado o una agencia de relaciones rentables; del ejercicio del poder, la frustración del no poder; de la victoria electoral, la derrota en el gobierno...
Imaginar que la debacle o la derrota del otro es la oportunidad o el triunfo de uno, es pretender edificar un imperio sobre el cascajo y la ruina.
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El peligro de la ruptura nacional no es mera posibilidad.
El entorno económico mundial con el extra del brutal desajuste provocado por la decisión de Gran Bretaña de abandonar la Unión Europea; la curva de aprendizaje de la instauración y operación del nuevo sistema penal con repunte criminal y violento; la reducción de la democracia a simple ejercicio electoral sin resultado cierto; la jibarización del ciudadano a simple votante, susceptible de compra o renta; la disminución de la elección a un juego de reparto del poder, sin darle sentido al poder; la comprensión de la alternancia como sinónimo de revancha; la instrumentación de la Reforma Educativa a pesar de y no con el magisterio; la degradación de la política a recurso para ganar posiciones, privilegios o prebendas; la ausencia de autoridad y la presencia autoritaria; la práctica del acuerdo cupular en reemplazo del debate abierto y plural; la confusión del poder con el tener; la complicidad de los partidos para negarle al país una alternativa; la impunidad y la pusilanimidad que sangra y saquea sin parar la perspectiva nacional...
Mil y un factores están puestos y dispuestos para provocar la ruptura y rebajar la convivencia a una lucha de sobrevivencia...
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Es de tal magnitud el peligro en ciernes que conviene comentar la circunstancia a título de reflexión, no de crítica. Generalizar sin particularizar el comentario a fin de no herir la susceptibilidad de quienes aún tengan un resto de sensatez, una brizna de prudencia y algo puedan aportar para evitar la debacle.
Dirigentes partidistas y funcionarios públicos, legisladores, magistrados, comisionados y consejeros, cardenales y obispos e, incluso, algunos líderes sociales han hecho de su causa un dogma, desprecian la crítica e ignoran la autocrítica. Salvo excepciones, esos agentes leen en la crítica -si llegan a leerla- no el señalamiento que, aun en la dureza, alerta de la necesidad de enmendar o rectificar, sino un ataque a desconsiderar o un daño inmerecido a su imagen.
Los partidos y candidatos a punto de ascender al gobierno no pueden exigir al adversario desplazado, lo que niegan conceder donde son o fueron gobierno. Los movimientos sociopolíticos y el gobierno no pueden hacer del diálogo, la simulación que encubre un torneo de fuerza sobre la mesa o en el bloqueo. El gobierno, así como exige a fuerza la evaluación del magisterio, no puede quedar exento de ella: requiere evaluar al gabinete y determinar si es el indicado ante la circunstancia. Los aspirantes presidenciales no pueden anteponer su ambición e interés personal a costa del bienestar y el interés nacional. Si bien el Estado debe concentrar, es un decir, el monopolio del uso de la fuerza, no puede abusar de ella ni utilizar el mismo armamento ante escenarios sociales distintos. Los organismos sociales interesados en cambiar paradigmas no pueden pretender hacer de su concepto, el único válido y verdadero.
Se vive una emergencia, urge reponer un horizonte. Más allá de la órbita o era en que se inserte el planeta, México y su gente merecen un último esfuerzo.
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