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UNA NAVIDAD ETÉREA

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

En un rincón del jardín, sentado en un banco de madera con clavos saltados, el anciano languidecía entre pájaros y palomas que se acercaban a los granos desmenuzados de maíz y pedazos de tortilla lamosa que les arrojaba al voleo. Curiosamente las aves en su picoteo incesante formaban círculos concéntricos alrededor de sus pies protegidos contra el frío, mientras las arañas extendían sus telas de seda con parecida configuración geométrica de una rama a otra de los árboles cercanos. Con los rayos del sol y el rocío matutino las telarañas centralizadas parecían rehiletes con los colores del arco iris girando calmosamente.

Las mañanas soleadas que intentaban calentar al cansado cuerpo no conseguían frenar los estremecimientos invernales que lo acometían a pesar de las cobijas de lana sobrepuestas y el gorro de lana con la estorbosa borla que se le trepaba a la nariz. La alejaba con menguantes soplidos pero el colgaje iba de aquí para allá como péndulo que interfería con su campo visual y le ponía bizcos los ojos.

La convivencia con los pájaros atenuaba los rigores del frío pero la distracción no duraba mucho. A las diez once de la mañana aún no llegaba el desayuno y los pensamientos pesimistas lo agobiaban: ¿Olvidaron que aquí estoy, a la intemperie y con hambre? ¿Ya no existo para ellos? ¿Soy un estorbo? ¿Por qué no me hablan? Y miraba extrañado la casa familiar donde sus moradores se acurrucaban alrededor de la chimenea de leña saboreando chilaquiles verdes, huevos fritos y atole de champurrado.

Al viejo se le soltaron las lágrimas, discretas porque aún conservaba la dignidad de antaño, pero la soledad y el aparente abandono lo sumieron en una profunda tristeza. Recordó de pronto que la Noche Buena estaba próxima y se consoló con la imaginación: -Preparan los regalos seguramente, por eso tardan, o están batallando para rellenar el pavo. Orita salen con mi almuerzo y mi champurrado, aventuró y volvió a clavar sus ojos en las telarañas, en las higueras y granados, en los canarios, palomas y los entrometidos zanates en escandalosa pugna por los granos.

Arreció el frío y nubes cerradas en lontananza presagiaban lluvias heladas, quizá una nevada.

-Sebastián, Sebastián ¿Por qué tardas tanto? Llévame a tus juegos. Eres el único que me comprendes y toleras, meditó con profunda aspiración. El nieto de 4 años de edad en cada visita a la casa de los abuelos, lo jalaba y se los llevaba a las vías del tren para brincar en los durmientes atravesados, caminar en equilibrio sobre los rieles y hurgar entre los basureros contiguos objetos reciclables.

La idea de volver a divertirse con el chiquillo, hizo más soportable la larga espera; recuperó el optimismo y anticipó: -Vendrá mi nieto y habrá regalos de Navidad.

-Sebastián es la excepción. Alegra mi vida como si fuera un duende navideño. Él me ayudará a demostrarle al mundo quien fui y sigo siendo ahora: un hombre soñador, audaz, arrogante, sabio y trabajador, asediado por las mujeres y envidiado por los hombres", presumió.

El viejo, sin saberlo, manejaba la telepatía: A la tarde siguiente apareció el Sebas. Corrió a su lado, lo estiró del brazo y ordenó imperioso:

"-¡Abuelo!, llévame a ver el tren.

Se levantó rápido del desvencijado banco y trotaron hacia el terraplén con rieles, en espera del tren mixto de carga y pasajeros que todas las tardes pasaba frente a la comunidad rural. Aprovecharon el tiempo para caminar a tropezones, entre la grava negra y pegar el oído al riel para detectar las vibraciones del ansiado ferrocarril.

El Sebas corría y obligaban al abuelo a seguirlo entre pujidos y cansancio. El nieto lo comprendía y lo mimaba, se detenía a dos o tres metros de distancia y lo esperaba. Se complacía con los resoplidos y los malabares del adulto para sortear los escollos.

Dueños de la magia que todo lo atrae, minutos más tarde el trenecito invocado apareció en escena con su peculiar traqueteo de láminas sueltas y rechinantes ruedas de acero que con la sola vibración aflojaban los clavos cabezones que sujetaban las vías al sendero de durmientes y balasto ennegrecidos por el aceite quemado.

Escucharon los silbatazos de ensueño y bajaron a saltos del terraplén dispuestos a gozar de la maravilla rodante de acero envuelta en vapores, estruendos y halos de misterio. El abuelo, antes encorvado y tembloroso, se irguió como soldado que saluda a la Patria y saludó arrobado al maquinista que alegremente también, le devolvió la cortesía.

Un acto más de ilusionismo se consumó en ese momento: el tren se desprendió del suelo al tomar una de las curvas en medio de un estremecedor silencio y se dirigió al cielo, perdiéndose momentáneamente entre las nubes como si fuese a recoger pasajeros celestiales ávidos de pasar la Noche Buena con los suyos, los seres mortales que extrañan su ausencia.

Cesaron los ruidos en todas sus expresiones, los grillos callaron y los perros ya no ladraron para no romper el sortilegio. El colorido convoy con sus vagones anaranjados y una locomotora de negro azabache con franjas azules y rojas, bielas motrices cromadas, descendió, recuperó el tramo recto y terminó el hechizo. Volvió a su posición normal con ruidoso desplazamiento. Los insectos ortópteros cantaron de nuevo y los canes movieron la cola y corrieron con alegres ladridos festejando el regreso del fragoroso compañero de acero y vida motriz que juega con ellos.

Inesperadamente el viejo se turbó: a través de las ventanillas del único carro de pasajeros que seguía a los dos de carga del pequeño tren, descubrió los rostros animados de su madre y su padre fallecidos hace muchísimos años. Le sonreían, lo miraban con ternura y lo saludaban con manos alborozadas. Un tintineo de campanas decembrinas se deslizaba por los aires.

"Esto no está sucediendo, es un sueño, una fantasía", exclamó incrédulo y subrayó serio y conmovido: "La magia de Sebastián ha materializado mis recuerdos más profundos, no hay duda. Un regalo navideño que no esperaba", añadió complacido.

Se frotó los ojos para definir con mayor certeza las apariciones y comprobó que ahí seguían, atrás de los vaporosos cristales, las inolvidables caras de sus seres más queridos.

Entre chirridos y envolventes nubes de vapor, con sus campanas tocando a rebato, el tren se detuvo. El ruido de los vagones se amortiguó poco a poco, dando paso al ronroneo de paciente espera de la poderosa caldera tubular activada con carbón.

El anciano buscó al nieto, del que se había olvidado momentáneamente, pero no lo halló a su lado. El pequeño había desaparecido. Pasados los minutos, comenzó a sentir que su alma se volvía ligera y dichosa, libre de penas y sobresaltos.

Sacudió la cabeza para tratar de hacer real lo que de antemano sabía que era irreal, intangible y le bastó un pestañeo para confirmar que a partir de ese breve espacio de tiempo, formaba parte ya de las ánimas que viajaban en la ferrosa diligencia fantasma.

¡Feliz Navidad! exclamaron con regocijo sus padres al arroparlo con sus etéreos brazos.

(Diciembre 2014)

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