Uno de los recursos más simples utilizados por los gobiernos a la hora de discutir el tema de la violencia provocada por la delincuencia es repartir culpas y esquivar responsabilidades. El presidente de la República, Enrique Peña Nieto, considera que el repunte en los homicidios dolosos y otros delitos de alto impacto en todo el país durante su sexenio es responsabilidad de los gobiernos municipales, quienes en su mayoría continúan siendo débiles institucionalmente para enfrentar al crimen. El problema con esta aseveración es que es incompleta y no exhibe una realidad nueva. La debilidad no sólo es de los ayuntamientos y sus policías municipales, sino también de los gobiernos estatales e, incluso, de las instituciones federales de seguridad y procuración de justicia. Centrar la responsabilidad o la culpa en un sólo nivel de gobierno es ver unos cuantos árboles del bosque. Pero, además, dicha debilidad institucional se viene evidenciando desde hace por lo menos una década, cuando el entonces presidente Felipe Calderón decidió declarar la "guerra" al narcotráfico y, para ello, sacar al Ejército y a la Marina de los cuarteles. Una década después, resulta trágico que la violencia no sólo no haya disminuido ni las instituciones se hayan fortalecido. Da la sensación de que el país sigue atrapado en el mismo laberinto.
El problema del aumento de la criminalidad y de las operaciones de grupos de la delincuencia organizada en vastos territorios es sumamente complejo y pasa por varios fenómenos, algunos atacables desde aquí, otros no. La histórica demanda de droga en Estados Unidos y la oferta en países de Latinoamérica, con México como productor y sitio de paso. Las facilidades para la adquisición de armas en Estados Unidos y su traslado a este lado de la frontera. La escualidez de las policías y su vulnerabilidad al poder corruptor del narcotráfico. La complicidad de funcionarios e instituciones. La corrupción generalizada del sistema político mexicano, en donde la honradez suele ser la excepción y no la regla. La descomposición social que ha dejado el neoliberalismo económico y que ha generado un caldo de cultivo propicio para el arraigo de grupos criminales. La fragmentación de las ciudades como consecuencia del temor a la inseguridad, que termina por desarticular más al cuerpo cívico. La falta de participación ciudadana y el escaso interés del cuerpo político para abrir espacios para la misma e incentivar su desarrollo. El crecimiento económico insuficiente para incorporar a la formalidad a la mayoría de la población en edad productiva, sobre todo a los jóvenes. El problema, como puede verse, es multifactorial y redunda en la falta de voluntad política e interés de quienes han tenido en sus manos la toma de decisiones para hacerle frente.
Hace unos días la revista Expansión dio a conocer un dato por interesante: casi el 80 por ciento de las personas que fueron asesinadas en el sexenio pasado se ubicaba en el rango de edad del bono demográfico, es decir, entre los 15 y 59 años. Se conoce como bono demográfico a la oportunidad inédita e irrepetible que tiene el país de contar con la mayor cantidad de población en edad productiva en toda su historia. Personas que debieron haber contado con la oportunidad de incorporarse a la vida laboral formal para producir riqueza y forjar un futuro para ellos y para su familia. En vez de eso, alrededor de 100,000 personas, en su mayoría jóvenes, terminaron su vida aplastados por la delincuencia, ya sea absorbidos por ella o como víctimas de la misma. Se calcula -y aquí se tiene que hablar de un estimado porque ni siquiera las cifras oficiales son precisas- que desde 2006 a la fecha unas 200,000 personas han sido asesinadas en México. A esta cifra hay que sumar la de los desaparecidos -más imprecisa aún- que ronda los 26,000 según datos oficiales. Si a esto no es posible llamarlo una catástrofe social, entonces no hay forma de definirlo.
Pero ¿en verdad es sólo culpa de los ayuntamientos, o de los gobiernos estatales o del gobierno federal? El reclamo del secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, parece a muchos justo. El Ejército ha tenido que hacer labores que no le corresponden lo cual ha ocasionado que la institución castrense se desgaste e, incluso, vea mermada la confianza ciudadana que para sí existía. Pero si algo han mostrado estos diez años de "guerra" es que ni el Ejército está blindado ante la delincuencia. Además, la falta de conocimiento para realizar tareas policiales ha derivado en denuncias de abusos de autoridad, algunos de resultados lamentables. El discurso oficial en este sentido es monolítico: ante la incapacidad de las policías municipales, estatales y la federal de hacer frente al crimen organizado era necesario que el Ejército entrara al quite, seguido de la Marina. Pero diez años después vemos que no ha sido suficiente. ¿Habría que pensar entonces que sin el Ejército ni la Marina en las calles la situación del país sería mucho peor? Es decir, con más muertos y más desaparecidos. Es imposible saberlo.
Lo cierto es que durante todo este tiempo el cuerpo político del país no ha hecho lo que le corresponde. Las debilidades, los vacíos, la corrupción, las complicidades, las infiltraciones, las desigualdades y la descomposición social continúan. Y en algunos casos se han incrementado. Curioso que ya nadie hoy hable de un estado en vías de convertirse fallido cuando hay entidades como Veracruz, Guerrero y Tamaulipas, sólo por mencionar algunos casos. Porque no se trata sólo de aprovechar las coyunturas que el desgaste de los grupos criminales abren para cantar victorias temporales. En Coahuila, por ejemplo, hoy se presume una disminución de la actividad delictiva, pero ninguno de los responsables del caos en el que se convirtió el estado ha sido llamado a cuentas. Algunos incluso siguen perteneciendo al cuerpo político o de gobierno. Los equilibrios son muy endebles y la situación corre el riesgo de descomponerse de un momento a otro. Ayer en Torreón se suscitó una serie de hechos que hicieron recordar los días aciagos entre 2010 y 2013. A reserva del resultado de las investigaciones -si es que las hay-, es posible observar que en La Laguna, como en muchas otras regiones, no se ha trabajado en resolver el problema de fondo. Se tiene un Mando Especial, que es una figura extraordinaria y temporal, y que ha dado resultados, pero que son parciales dada la naturaleza de su propia situación excepcional.
Ayer, 150 organizaciones de la sociedad civil emitieron un posicionamiento respecto a la urgente necesidad de emprender una gran reforma en materia policial, más allá del mando mixto o único aprobado en este sexenio. "Es sin duda deseable que todas las fuerzas del Estado, incluyendo a las Fuerzas Armadas cuenten con instrumentos normativos adecuados, particularmente para atender situaciones de excepción y para emprender misiones que rebasen su ámbito natural de competencia, las cuales deben contemplar temporalidad, objetivos y compromisos claros. Pero es importante señalar que legislar en esa materia no haría nada para resolver el problema de fondo: la debilidad estructural de las instituciones de seguridad y justicia, empezando con las policías", dice el documento. No se puede estar en desacuerdo. Sin embargo, si la solución no trasciende lo policial y deja las otras variables de la ecuación descritas arriba sin cambio, el resultado corre el riesgo de ser el mismo.
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