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Vivir en el desierto

GERARDO JIMÉNEZ G.

Cuando uno reflexiona sobre el entorno en que vive parece que lo hace como el caminar de los cangrejos, es el caso de una parte importante de la población que habitamos en zonas desérticas y quizá la mejor evidencia sobre ello resultaría de preguntarles que opinan de las lluvias y las sequías.

Por definición, zonas áridas son aquellos espacios geográficos o ecoregiones caracterizadas por algunas variables que les determinan como clima, latitud, altitud, etcétera, e incluso mediante su cuantificación es posible construir índices, como el Índice de Aridez. Sin meternos en la discusión académica de fondo, podríamos apoyarnos en una de esas variables, el clima, el cual se rige a su vez por el comportamiento que asumen durante un período de tiempo (30 años) la precipitación, temperatura, humedad relativa, evaporación y otras más.

Quienes habitamos en la Comarca Lagunera somos habitantes de una de las ecorregiones del planeta, el Desierto Chihuahuense, que abarca poco más de medio millón de kilómetros cuadrados en porciones de varios estados del norte de México y del sur de Estados Unidos, son zonas áridas y semiáridas diferenciadas por los climas o la asociación de varios tipos de climas. Nuestra región presenta un clima definido como cálido seco en la mayor parte de los 15 municipios que le conforman, con una precipitación promedio anual de 250 mm, debajo del rango de 300 mm que caracteriza a las zonas áridas.

Lo anterior significa que el comportamiento normal de esta variable climática es que llueve poco y además errático, es decir, distribuido irregularmente en el transcurso del año, concentrado principalmente en el verano; decimos normal porque se basa en los promedios históricos con los cuales se define el clima, aunque éste nos muestra un comportamiento cada vez más irregular producto de la alteración global que hemos provocado con la carbonización del aire atmosférico.

Y si llueve poco entonces debemos razonar que vivimos en zonas sujetas a estrés hídrico, donde la disponibilidad del agua es escasa y, por consecuencia, deberíamos planificar nuestras actividades económicas y domésticas con base a esa disponibilidad, ajustar nuestra demanda a la oferta de agua disponible. Lamentablemente, si observamos la forma en que manejamos esa agua nos damos cuenta que pensamos al revés, realizamos actividades que incrementan la demanda y a fuerza queremos multiplicar la oferta para satisfacerla.

Esta aberración nos indica que no hemos comprendido que significa vivir en el desierto, donde lo más común es que se presenten más años, ciclos o períodos de sequía que de lluvia, entendiendo por sequía cuando la precipitación anual es menor que el promedio histórico. Habrá que revisar las estadísticas a partir de que se empezaron a registrar más puntualmente en el siglo pasado, para comparar rangos o longitudes de tiempo mayores y determinar en qué medida estamos ante una irregularidad en la precipitación durante los últimos años, como el aguacero de más de 50 mm que llovió en primero de febrero del año pasado.

Suponiendo que tal irregularidad en la precipitación, y quizá también esto suceda con la temperatura porque observamos días más calurosos, no implica que en general los valores de estas variables modifiquen el clima cálido seco que tenemos. Más bien debemos percatarnos que la precipitación es irregular porque al parecer enfrentamos una tendencia en que son más recurrentes y severos los años secos, y en contra parte los días al ser más calurosos indican posibles promedios de temperatura más elevados.

El comportamiento histórico del clima y la suposición de que este presenta una irregularidad en algunas de sus variables, nos obliga a pensar que seguimos viviendo en el desierto, que tal irregularidad debe preocuparnos más y con ello también de la necesidad de cuidar mejor el agua disponible, y la mejor forma de hacerlo podría ser conservar los ecosistemas que nos aseguran su provisión, modificar las actividades antrópicas con mayor demanda de agua y asegurar las reservas acuíferas que tenemos.

Pensamos y actuamos como los cangrejos porque hacemos lo contrario. La mayor parte de los ecosistemas naturales han sido antropizados y las pocas ínsulas de ecosistemas naturales que nos quedan están en constante amenaza, sólo hay que recorrer la ribera del Nazas en el trayecto comprendido en el Cañón de Fernández para tener muestras de lo que no se debe hacer, tal parece que quienes están afectando este espacio protegido sólo piensan en su interés particular y no en el daño que provocan al limitar o alterar las funciones ecológicas que nos presta como zona de recarga acuífera, captura de carbono, filtro de contaminantes o refugio de vida silvestre.

Algunas actividades productivas en que se basa gran parte de nuestra economía regional presentan una alta demanda de agua, aquí también hay muestras de lo que no se debe hacer como la siembra de alfalfa, un solo cultivo que demanda el equivalente del total de agua almacenada en el principal acuífero de nuestro subsuelo, al cual no sólo sobreexplotan y contaminan, sino que anulan la posibilidad de una reserva de agua dulce que los laguneros requeriremos en el futuro.

Tal parece que nuestra generación y las que nos precedieron, si bien tuvieron el mérito de construir esta región, no tomaron las decisiones adecuadas sobre el uso de un recurso clave para asegurar un desarrollo futuro, algo de lo que debemos darnos cuenta y hacer el mejor de los esfuerzos para corregirlas, entonces quizá podíamos entender que vivimos en el desierto.

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Escrito en: Gerardo Jiménez González

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