El inesperado triunfo de Donald Trump en la elección de Estados Unidos ha colocado a México en una posición complicada. La dependencia histórica de nuestro país con el poderoso vecino del norte permite pronosticar tormentas económicas, políticas y sociales en caso de que el futuro presidente de la república más antigua de América, junto con Haití, inicie los planes que tiene en mente o, al menos, una parte de ellos si es que los opositores demócratas y los republicanos no afines a Trump hacen efectivo el contrapeso en el Congreso y el poder judicial.
Si bien es cierto que de todo lo dicho por el ahora presidente electo durante su campaña respecto a sus políticas, lo referente al muro resulta estridente, no es por mucho la medida más preocupante. De hecho, gran parte del muro ya está construido, mil doscientos de 3,200 kilómetros; en todo caso lo que haría la administración de Trump sería completarlo, allí donde no hay barreras naturales. No obstante, el muro se ha convertido en el símbolo de la visión que tiene de los Estados Unidos. De un país abierto al mundo, promotor de la globalización y receptor de inmigrantes, pretende pasar a una nación más concentrada en sí misma, protegiendo su economía y sus fronteras de lo que considera “nocivo”; de hecho, los historiadores atribuyen parte de la gran depresión de 1929 a la política de ensimismamiento que adoptaron los Estados Unidos después de la gran guerra.
Deportar a millones de indocumentados mexicanos y cenrtoamericanos, gravar o detener las remesas, estigmatizar a los hispanos y renegociar los acuerdos comerciales son propuestas que, de aplicarse aunque sea en parte, tendrían un fuerte impacto en México. Las deportaciones implicarían un aumento de población en México sin empleo. La caída de las remesas significa cortar la fuente de ingreso de millones de mexicanos. La discriminación y la complicación del estatus migratorio de las familias que llegan o viven en Estados Unidos representa mover aún más la barrera de contención de migrantes hacia el sur, quizá a la frontera con Guatemala. La cancelación o el cambio del Tratado de Libre Comercio puede generar rompimientos en las cadenas de producción integradas y, como consecuencia, la pérdida de empleo en los propios Estados Unidos.
Todo lo anterior además de los efectos inmediatos como la alta volatilidad del tipo de cambio, el incremento de las tasas de interés, el freno en la expectativa de crecimiento y una posible espiral inflacionaria que ya prevén varios analistas, con y sin Trump, por cierto.
Frente a este escenario oscuro, cabe la pregunta ¿puede México hacer algo? La respuesta es lógica: sí. Pero para hacerlo primero se requiere que sociedad y sobre todo el gobierno adquieran la conciencia de que el mundo está cambiando, o ya ha cambiado y no queremos darnos cuenta. De que no es sano depender demasiado de lo que ocurre con un país. De que debemos comenzar a construir soluciones reales, hacia y por nosotros mismos, a problemas como la corrupción, impunidad, pobreza e inseguridad, lastres que se entrelazan en sus causas y efectos y se vuelven en los cuatro jinetes que impiden el avance del país. Observar lo que ha hecho Israel por ejemplo, para proteger sus intereses allende el Bravo y tejer urgentemente una red de alianzas entre aquellos empresarios estadounidenses que se verán seriamente afectados en caso de limitar o eliminar el TLC.
Durante décadas, México ha mirado hacia el norte con dos marcadas y paradójicas tendencias: como válvula de escape y modelo para quienes no pueden obtener aquí las oportunidades que allá existen, y como pretexto de los males que nos aquejan. Estados Unidos ha sido en el imaginario colectivo mexicano héroe y villano a la vez. Y en esa visión, México ha perdido mucho, principalmente su capacidad de construir sus propios soportes, lo que no implica dejar estar vinculado con sus vecinos y con el mundo. Tal vez esta es una buena oportunidad para comenzar a hacerlo.
