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A mí no me gusta el fut

Razones para odiarlo sin perder la compostura

Foto: Archivo Siglo Nuevo

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REDACCIÓN S. N.

Veintidós sujetos persiguen una pelota. La pasión por unos colores o por algunos de los individuos que los portan escala hasta lo irracional.

Desde hace tiempo el fútbol parece estar metido en todos lados sin importar si el viento que sopla en un lugar es de izquierda o de derecha.

En las arenas política y económica el análisis tanto especializado como de a pie concluye que las relaciones entre México y Estados Unidos atraviesan momentos difíciles y un muro amenaza con alzarse. Un tercero metido a la liza, Canadá, tampoco la pasa bien. Pero no hay de qué preocuparse, el balompié está a salvo y los representantes de los tres países muestran el mejor de los acuerdos allí donde importa, en el mejor de los momentos, la hora y el lugar ideales para presentar una candidatura conjunta. El objetivo es albergar la Copa Mundial de la FIFA en 2026. ¿Qué otra armonía se requiere?

El football es un deporte y, como tal, lleva en su definición la idea de competir. Sin esa bifurcación que posee, celebrar el triunfo o llorar la derrota, no tendría ese potencial motivador, esa identidad que se genera a su alrededor, esa capacidad de concentrar en noventa minutos la atención del mundo. La competencia autoriza a manifestar sentimientos y personalidades, a dejar en claro la hostilidad, el apego a nuestras rivalidades, el deseo de exhibir una superioridad latente.

En cada partido hay más que tres puntos en juego; ahí se dirimen conflictos socioeconómicos: el grande contra el chico, el pobre contra el rico, el todopoderoso contra el humilde, el gobernado contra el gobernante, el que siempre aspira a ganar contra el que juega a no perder, el ejemplar modelo de organización y de negocios contra los esforzados que hacen mucho con poco.

El soccer como todas las disciplinas deportivas, implica superarse, primero a uno mismo, los registros, el cronómetro particular, la solidez individual, y luego, a los demás, a esos que aspiran a llamar la atención, que buscan ese lugar en la plantilla, que compiten por la titularidad. Este campo no es para esculturas. El sueño es moverse hasta lograr la mejor versión de uno mismo, hasta convertirse en ese objeto de veneración para las masas que nacieron sin, o no pudieron con, o que les faltó esto, o que les sobró aquello.

A nadie le gusta perder y nadie pasa la vida sin superar obstáculos. Con esa programación tan dada a la esperanza, creer y afirmar que algo no posible es como no querer vivir.

La enajenación que no admite medias tintas. No existe el “medio le voy a tal equipo”, o un “quiero que pierda el rival, pero poquito”. La lealtad a unos colores está más arraigada en grandes sectores de la población que la lealtad a un instituto político, es similar a la de quien defiende una causa social y está dispuesto a realizar sacrificios por ella, y se expresa con mayor frecuencia y con mayor despliegue que el cariño por un familiar querido.

El espíritu gregario de los seres humanos encuentra en el esférico una buena excusa para formar el singular de la hinchada. La pertenencia nos proporciona satisfacción, como ingresar a un club exclusivo o a una fiesta en la que hay lista de invitados. A cada momento surge la oportunidad de confirmarnos como seguidores de un equipo, de asomarnos desde lo alto de una hidra en la que a cada cabeza de familia le brotan dos o tres que seguirán con la línea hasta convertirla en tradición.

Es el deporte más popular, imitar su mecánica es tan simple como ponerse a patear una piedra, una botella, una ficha, una bola de papel, un limón, cualquier cosa que se preste para usar la parte interna del pie o el empeine.

Estimaciones del nuevo milenio indican que el balompié es practicado por 270 millones de terrícolas. Comercializar ese deporte y sus derivados, nos han enseñado los de la FIFA, es aceptar el decreto de sí merezco abundancia.

Medir el impacto del fútbol también es aventurarse en los planos social, cultural y emotivo. No por nada, el mercado de piernas es seguido con mayor atención que muchos asuntos públicos que inciden directamente en la calidad de vida de un pueblo.

Practicar un deporte, es una forma fácil de conocer el fracaso y aunque nos preparemos psicológicamente para ello, nunca se está listo para perder, (a menos que formemos parte de un amaño en cuyo caso aplica lo de, literalmente, vender la derrota). La obtención de un resultado positivo requiere armonía, solidaridad, organización; un entorno diseñado con el fin de sacar el mayor de los provechos a las cualidades de cada uno. Incluso los miembros de la banca deben aportar la disciplina de respetar la titularidad de los otros. Desde los porteros hasta los delanteros, esto es insoslayable, deben hacer suya y encarnar la estrategia y la táctica, la inclinación ofensiva o defensiva, lo que conduce a la perfección de un estilo, a la ejecución sin defectos de una coreografía ganadora.

Sin embargo, ni el más rígido de los esquemas está exento, ya sea como víctima o como beneficiario, de algún chispazo de creatividad, de habilidad, de libertad. Lo imprevisible no es que un equipo gane o pierda, sino la forma en que se articulan factores del juego como un rebote, una decisión arbitral, una lesión, para sellar el resultado.

El fútbol, desde luego, no es una de las Bellas Artes. No hay en él, sino como metáforas, elementos de la música, la arquitectura, la danza, la literatura, el teatro. No obstante, hay partidos que nos obsequian, gracias a la destreza y habilidad de sus ejecutantes, los tres elementos existentes en toda obra artística: armonía, integridad, luminosidad.

A pesar de todas las razones para odiar el fútbol (las pasiones irracionales que desata, su envoltura de oro, las castas impuestas a golpe de talonario, el aura que lo protege de las convulsiones sufridas por un pueblo, el uso político de sus figuras, las chapuzas y las injusticias, los errores evidentes y los engaños insultantes) también hay buenos argumentos para abrazarlo. Un escritor de nombre Albert Camus dijo que todo lo que sabía sobre moral lo había aprendido en un campo de fútbol.

El soccer, con todo y su siglo y medio de historia moderna, tiene más vida que nunca y eso genera, a la par de descontentos válidos, adeptos por millones entre los que se cuentan algunos de los mejores y más comprometidos seres humanos que han venido al mundo. La Tierra seguirá rodando hasta que expire el último minuto.

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