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CARTAS A SANTA CLAUS

A LILIA SONIA CASAS CON GRAN AFECTO

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

Los villancicos los captaba un viejo radio de bulbos RCA Victor al que se le iba la onda a cada rato y emitía chillidos y gruñidos. Unos golpecitos en los costados lo ponían a funcionar de nuevo con absoluta claridad. El pequeño Ernesto los escuchaba embelesado porque esa Noche Buena Santa Claus pondría en sus manos el regalo que le pidió por carta: un triciclo de tres ruedas -así escribió-. Se revolvía inquieto en el camastro donde ya dormían apretujados sus padres y tres hermanitos.

Santa -recordó-, nunca había pasado por su casa, así que aparentemente no formaba parte de su vida infantil. Pero en el fondo abrigaba otros sentimientos. Ansiaba creer en él aunque sus padres no lo mencionaran en estas fechas. ¿Por qué? Porque no tenían nada que ofrecer a los hijos, no había dinero suficiente para comida ni ropa, menos para juguetes.

Ocupaba la familia un callejón habilitado como vivienda con techo de láminas de cartón impregnadas de chapopote y tapias del mismo material para aislar a la cocina del único dormitorio que cabía en el reducido espacio. El ambiente interior era gélido; el frío intenso y los vientos cortantes se filtraban por todas partes. Faltaban cobijas y ropa de abrigo y calor de hogar no existía literalmente hablando, sólo temblores y resignación.

Temprano ese día Ernesto escapó a las aflicciones impuestas por la indigencia y se propuso escribir una carta a Santa Claus para que no olvidara y si no había triciclo, le llevara a la familia ropa nueva y calzado sin agujeros -los que traían era de segunda mano- y una despensa, pero no hallaba la forma de hacerla llegar al Polo Norte y se angustió.

Sin embargo esa misma mañana sus amigos que se aventuraron a salir a la calle y se calentaban alrededor de una fogata, le informaron que una estación de radio invitaba a un concurso de imitadores -"Paletas Totitos" se llamaba- con un estímulo adicional: escribirle cartas a Santa Claus y depositarlas en un buzón de entrega inmediata instalado en el auditorio de la radiodifusora.

No perdió tiempo y corrió a inscribirse. La sala ya estaba llena de entusiastas competidores, atraídos por la promesa de la empresa patrocinadora de remitir las cartas de entrega inmediata al Polo Norte, residencia oficial del mítico personaje. Los niños creyeron en esa promesa porque ellos sí creían en Santoclós.

Imitó el cacaraqueo de un gallo de pelea triunfador, levantando alternadamente los brazos como si fueran las alas del ave. Lo hizo con gracia y propiedad y ganó el primer lugar. Lo premiaron con una gran paleta de caramelo y una natilla pegajosa y le entregaron papel y lápiz para redactar la epístola. La metió en la caja postal y volvió a chupar la paleta gigante y la natilla adherida a los dientes.

Ernesto sabía leer y escribir con mínimas faltas de ortografía y fue claro en su petición: un triciclo con dos ruedas traseras y una delantera con sus respectivos pedales.

Volvió a casa con la emoción reflejada en su delgada cara, convencido de que la misiva llegaría a las regordetas manos de Santa y éste se presentaría en su casa con el anhelado presente. Se acostó pero no durmió la mayor parte de la noche, con la esperanza de conocer al personaje y disfrutar con el obsequio navideño.

Los amigos que no pudieron ir al concurso, escribieron la hoja petitoria y la pusieron dentro de un calcetín con remiendos y lo colgaron a la intemperie impulsados por el mismo deseo. Eran pobres como él pero del mismo modo confiaban en la generosidad del hombre de rojo, barbas y pelo cano.

Al menor ruido intruso saltaba del lecho y corría al patio enredándose en la sábana y tirando el trastero. Platos y vasos cayeron y se rompieron en el suelo. La madre despertó, lo regañó pero luego lo perdonó al escuchar su versión. Ni quiso desilusionarlo; lo atrajo a la cama pero el chamaco no se durmió luego hasta que el sueño lo venció poco antes de la medianoche. Los fuertes vientos helados golpeteaban techo y paredes, amenazando con mandarlos a volar.

Despertó a las cinco de la mañana y corrió al patio, pero no había aguinaldo. Santa Claus nunca apareció y frustró al pequeño. -Seguramente se retrasó con tanto reparto, reflexionó a manera de consuelo y esperó con impaciencia. Transcurrió la mañana sin ninguna aparición; las lágrimas brotaron de sus ojos irritados por la desvelada y se tiró en una cobija que había en el suelo. El gimoteo no cesó en el resto del día y conmovió al resto de la familia.

Se recuperó durante la tarde y juró no creer más en Santa ni en sus cartas ni buzones, ni en sus renos y trineo y tampoco en los concursos engañosos. La navidad ya no le importó y fue a sentarse en las congeladas vías del ferrocarril que pasan frente a la casa, mirando con tristeza al cielo.

No fue el único en esa desesperanza: los demás niños vecinos tan menesterosos como Ernesto, sufrieron el mismo desengaño pues tampoco les llegaron los regalos. Los calcetines amanecieron duros por la helada y las cartas cristalizadas. El desconcierto los tenía mudos y perplejos y también salieron al crudo frío infernal a sentarse resignados en las frígidas vías de acero.

Al ropavejero que merodeaba en el área, un viejo panzón y barbón, lo conmovió el desaliento de los chamacos y soltó una mentira que estaba seguro los animaría:

¿Escribieron sus cartas en español?, -Sííí, respondieron extrañados.

-Ahí estuvo la falla.

-El suplente de Santa sólo entiende el armenio. No conoce el español.

-Santa comió pollo descompuesto y enfermó de diarrea que ya lleva tres días. No puede alejarse del baño, -bromeó nada benigno- para aliviar el dolor de la decepción.

Los chiquillos fingieron que comprendían pero no quedaron convencidos. -Santa no nos quiere, dijeron con reproche.

Una estrella fugaz iluminó la cerrada bóveda celeste. En ese momento Ernesto alcanzó la madurez de pensamiento y lo sacudió la impía realidad: -Somos pobres. No hay regalos. Para nosotros no existe Santoclós. Se esforzó para contener las lágrimas de la frustración y la impotencia y juró con solemnidad: -Terminaré la enseñanza primaria y buscaré un trabajo, sin abandonar los estudios. Sacaré a los míos de la pobreza que los ha castigado sin misericordia; nunca me daré por vencido.

El ropavejero, sonrió divertido y satisfecho y luego desapareció en las alturas con un sonoro jo,jó, jo.

Ernesto creció, concluyó con excelentes calificaciones la educación primaria y llenó de orgullo a su mamá. A sus 13 años su papá le consiguió trabajo en una empresa de vinos y licores donde rápidamente escaló puesto tras puesto hasta llegar al de mayor importancia gracias a su inteligencia y habilidades. La madre gestionó una beca para que continuara su preparación académica y subió y subió en la escala social y profesional. Se especializó en relaciones internacionales y en el conocimiento de los idiomas. La ONU lo contrató como traductor en jefe.

Hasta entonces comprendió el mensaje implícito de Santa Claus -superar las adversidades por más crueles que sean y nunca darse por vencido-; se hizo más ambicioso, visionario y realista. Se esfumaron los rencores de la infancia y comenzó a ganar el dinero suficiente para rescatar de la miseria a la familia y le compró casa. Los otrora desafortunados ahora celebran con tamales, pavo, y vino tinto la Noche Buena y con buñuelos y chocolate caliente la Navidad. Duermen bien abrigados en blandas camas, con tres cobijas encima, tres baños y un calefactor de gas. Los inclementes vientos invernales ya no tuvieron entrada a su nueva y sólida morada.

Pero aún le escribe a Santa Claus en distintos idiomas para no dar lugar a confusiones y fallidas ilusiones que tanto lastiman a las almas inocentes. Por su propia cuenta cada diciembre envía juguetes a los barrios pobres para que los infantes no se sientan abandonados y los adultos no pierdan la fe; lo hace a nombre del gordo de traje rojo que siempre anda de buen humor aunque a veces y por exceso de trabajo, se le pierdan algunas chimeneas.

¡"Jo, jo, jo, jo"!...

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