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Dejar de lado la indiferencia

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MARCELA PÁMANES

Creo que nada es casualidad, todo ocurre por algo y para algo. Ni el más pequeño de los insectos vive solo porque sí. Somos afortunados por estar vivos, no somos producto de un accidente de la naturaleza o de un desliz que tuvo consecuencias. Somos vida con propósito.

Recién ha muerto Javier. Así, sin apellido. Sólo Javier, el hombre pequeño del carrito (le servía para transportarse y llevar consigo los dulces que vendía para sostener a la mayor preocupación que había en su vida, su madre).

Javier tenía parálisis cerebral. Moverse significaba mucho para él. Al principio traía un carrito con una palanca que su operador manipulaba para hacerlo avanzar. Luego, una generosidad superlativa dio lugar a un triciclo con motor en el que iba y venía a la iglesia de Torreón Jardín, a una farmacia, a una tienda de conveniencia cercana donde se apostaba, el calor, el frío o la lluvia no hacían diferencia, a esperar clientes que llegaran a comprarle algo de lo que traía o gente dadivosa que le compartiera algo de dinero.

Javier tenía 45 años. Su voz era ronca aunque apenas si tenía el aire suficiente para emitir palabras. Sin duda fue un ejemplo para muchos que nos acostumbramos a su silenciosa presencia.

Murió atropellado. Sus afanes, sus luchas, ya reposan. El cuerpo que lo mantenía atrapado ya no existe. La libertad llegó con la muerte.

El deceso de Javier me metió en una intensa reflexión personal sobre lo inmersos que estamos, prisioneros de nuestro dialogo interno, en las batallas que libramos cada uno, en los pendientes superfluos o importantes que traemos. Nos olvidamos de mirar y de escuchar a quienes forman la cotidianidad que nos rodea. Dejamos de prestarles atención. El voceador del crucero, el limpiaparabrisas, el anciano que se sienta en el suelo a esperar que le caigan unas monedas, el mesero del restaurante al que vamos con frecuencia, la señorita que embolsa el pan en el supermercado, el guardia de seguridad que pinta canas y que siempre tiene una sonrisa como saludo, entre muchos otros con quienes compartimos tiempo y espacio.

El deceso de Javier me metió en una intensa reflexión personal sobre lo inmersos que estamos, prisioneros de nuestro dialogo interno, en las batallas que libramos cada uno

Siempre me he preguntado a qué se dedica el chico del violín que le da un sentido distinto al crucero de Diagonal Reforma y Abastos. Tampoco sé el nombre del joven con dificultades para caminar que pide ayuda en ese mismo cruce. No me he dado el tiempo. O, mejor dicho, puede más la pena de molestar. Por eso dejamos de darnos a los demás ya sea con un saludo, una sonrisa, una mirada fraterna, un detalle con forma de dulce, de abrazo; dejamos de hacerle saber a quien tenemos allí cerca que nos interesa por el simple hecho de existir.

También es verdad que nuestras reacciones, muy 'humanas' complican la cuestión. La desconfianza, por ejemplo, hace su aparición y nos corta cualquier intención. Al señor que pide lo etiquetamos de peligroso por causa de algún pedigüeño que en otro momento nos hizo una trastada. Creemos que si ayudamos a alguien nos estará pidiendo a cada rato y eso significa presión para nuestro bolsillo.

Admiro al empresario que conoce los nombres de sus empleados, que puede verlos en cualquier lado e identificarlos; similar admiración deposito en el cura que saluda de mano a los fieles que asisten a su parroquia y en el maestro que memoriza las caras y apellidos de sus alumnos.

Hace falta más interés por los demás y más respeto en el trato que les damos. Nadie se resiste a la consideración, a ser tomado en cuenta, a que le dediquemos una palabra de aliento.

Te invito, amable lector, a que te fijes en el nombre de la cajera de cualquier tienda a la que vayas. Pregunta cómo le pinta la vida al chofer que te llevó al trabajo. Prepara un bote de agua de sabor y ofrece su refrescante efecto de cuando en cuando a quienes recogen la basura. Sonríele al que te toque a un lado. Desconcierta al mundo con tu actitud. Actúa de forma distinta a como hace la mayoría. Practica el revés de la indiferencia, esa careta.

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