Foto: Archivo Siglo Nuevo
Mientras en el hemisferio Norte se anuncia el verano, en el Sur el otoño avanza hacia el solsticio de invierno; si pienso en ello, me viene a la mente algo que asocio siempre con el periodo favorable para la hojarasca: las castañas.
Nadie, o casi nadie, les da importancia. En mi tierra natal, Galicia, gozan de alta consideración. Por San Martín, en boreal 11 de noviembre, es costumbre celebrar una fiesta y las protagonistas son las castañas, asadas en la lumbre.
Con los primeros fríos aparecían en las calles las castañeras, que las ofrecían "calentitas"; era clásico comprar un cucurucho y echarlas en el bolsillo del sobretodo para calentarse las manos.
En casa, a falta de la imprescindible hoja de lata con agujeros (en el horno casero las castañas asadas no salen igual), era tradición el postre elaborado con estos frutos cocidos.
Hay que dar un corte a lo largo de la piel a un kilo de castañas. Lo siguiente es meterlas al horno hasta que las cubiertas se sequen lo suficiente como para pelarlas sin romperlas; es buena idea esperar un rato antes de comerlas para no quemarse los dedos. Cuando se pueda, procede retirar muy bien sus dos pieles (exterior e interior).
En una cazuela se depositan un litro de leche, dos palos de canela, cien gramos de azúcar y una pizca de anís estrellado (hay quien prefiere usar semillas de hinojo); en cuanto rompa el hervor, echen las castañas peladas y bajen el fuego al mínimo. Dejen cocer por un cuarto de hora. En esta parte la misión es cuidar de que no se rompan mucho.
POSTRE Y TRADICIÓN
Tan humilde producto adquiere un porte aristocrático en cuanto se emplea, generalmente hecho puré, como guarnición, especialmente de platos de caza, que también son cosa de la estación dorada, el otoño.
La máxima expresión de la castaña es una golosina llamada marrón glacé. A finales del siglo XIX, el español Ángel Muro escribió que una libra de este dulce comestible costaba lo mismo que un capón, que un kilo de solomillo o que cuatro docenas de ostras (nada menos que de la famosa bahía de Arcachon según el relator).
En casa pueden prepararse unas castañas glaseadas. Una vez asadas, hay que pelarlas muy bien, eliminando la piel interna, incluso la que hay en los intersticios. La receta comienza disolviendo azúcar en la menor cantidad de agua posible. Lo siguiente es escaldarlas en una sartén; poner las castañas a cocer, removerlas con una espátula de madera sin olvidarse de mantener activo el recipiente. Los frutos deben acabar cubiertos completamente de azúcar caramelizado. Es un marrón glacé casero y si se hace con atención queda riquísimo.
Aunque se considera que la castaña procede de Asia, parece ser que es nativa de la cuenca mediterránea. Se sabe que los romanos la apreciaron; hay referencias a ella en textos de Plinio el Viejo y del mismísimo Virgilio, en sus Bucólicas.
En lengua española es bonita la poesía de Federico García Lorca que comienza con: "las castañas son la paz / del hogar; cosas de antaño, / crepitar de leños viejos, / peregrinos descarriados". La singladura de este producto es llamativa: de comida de pobres a guarnición o relleno de platos de la más alta mesa. Alejandro Dumas, al hablar de las cocinas de España, subrayaba que en Castilla se rellena con aceitunas, en Cataluña se usan las ciruelas, en Francia la trufa y en Galicia, las castañas. La idea le gustaba al autor de Los tres mosqueteros.