(Tercera y última parte)
No recuerdo con precisión el año, pero eso sí, hace más de veinte, cuando me interrogo en cuanto a qué habría sido de mi maestro, Luis Romero de León, y recordando que en las charlas que tenían los maestros a la hora que los alumnos estábamos de recreo, recuerdo haber escuchado que él era de Saltillo.
Conocedor de que muchos profesionistas al cabo de los años regresan, generalmente ya jubilados, a su terruño, un día que me encontraba en esa ciudad, se me ocurre revisar el directorio telefónico, y… ¡vaya, vaya sorpresa!, en él se encontraba el nombre completo de mi maestro, y otra casualidad más, su dirección se encontraba a escasas cuadras de la casa donde yo me encontraba. Se me ocurre marcar al número telefónico que se señala en el directorio, y al contestar, escucho la voz inconfundible de mi maestro, y… ¡no supe cómo presentarme!
Unos minutos después, me encontraba en su domicilio, habiendo sido llevado por una sobrina que vivía en la misma colonia; durante el corto trayecto, me preguntaba cómo lo encontraría. Habían transcurrido muchos años que se convirtieron en varias décadas desde aquella noche de junio de 1954, cuando nos habíamos dejado de ver, yo todavía siendo un niño, él siendo un adulto joven, ¿lo reconocería?, ¿me reconocería? Y cual va siendo mi sorpresa al ver que prácticamente no había cambiado mucho.
Por su parte, percibí que hacía un esfuerzo para ubicarme entre tantos cientos de niños que habíamos desfilado por sus aulas en tantos años. Lo cierto es que en lo personal me dio mucho gusto cuando me dice ¡ya me ubicaba! Y empezó a describirme tal y como era físicamente a mis doce años.
La charla era amena, íbamos de un tema a otro, y en un momento se disculpa y sube la escalera hacia la planta alta; un rato después, baja con una fotografía de un grupo de niños y me pregunta si estoy en ella; la reviso detenidamente y veo que no es así y continuamos con nuestra charla, como pretendiendo ponernos al día de lo que habíamos llevado a cabo en tantas décadas.
Momentos después, vuelve a subir a la planta alta y regresa con otras dos fotografías, las que me entrega para que revise si estoy en alguna de ellas, tampoco fue así, y continuamos charlando de etapas de su vida y de la mía; una vez más, sube precipitadamente a la planta alta y regresa con otra nueva fotografía, la cual al revisarla descubro que era precisamente la de mi grupo de sexto año tomada a fines de junio de 1954.
Verme en aquella fotografía, rodeado de todos mis compañeros de grupo, fue una emoción indescriptible, todos éramos unos niños entre los doce y catorce años, algunos, o mejor dicho, a todos los reconocí, sus caras me eran familiares; sin embargo, de tan sólo algunos de ellos recordaba sus nombres.
Después de pasar algunas horas charlando, recordando muchas cosas del ayer, me despedí de él y su señora que también es maestra, prometiéndole que cuantas veces volviera a Saltillo estaría en su domicilio para saludarlos.
Fue en una de las tantas ocasiones que lo visité en su domicilio, que me regala la siguiente anécdota de donde proviene el título de estas remembranzas: Me cuenta que en una ocasión, reúne a varios niños para encomendarnos una misión; termina, y con frustración de mi parte, veo de que a mí no me había dado ninguna, y cual va siendo su sorpresa, me dice, al verme con las manos en mi cintura, en boca de jarro, diciéndole con altivez, frustración y coraje: Bueno, ¿y yo por qué no alcancé nada?
Yo sinceramente no recuerdo esa anécdota, pero me la ha contado en tantas ocasiones que no dudo que así haya sucedido. Lo cierto es que desde hace ya más de dos décadas estamos en continua comunicación a través de la línea telefónica o cuando por algún motivo me encuentro en Saltillo, o bien por los medios modernos de comunicación, del correo electrónico y las redes sociales. La más reciente ocasión que me comuniqué con él, fue en días pasados, el 13 de febrero, al ver en las redes sociales que mi querido maestro estaba celebrando su 92 aniversario, por lo que presuroso le llamo y algo más, con una voz desafinada y destemplada me atrevo a cantarle Las mañanitas: Estas son las mañanitas que cantaba el Rey David, al maestro querido se las cantamos aquí, despierte, maestro, despierte, mire que ya amaneció, ya los pajarillos cantan, la luna ya se metió: Maestro querido, que el Creador del Universo nos lo conserve por muchos, pero muchos años más (Marzo del 2017).